Andrés Montes
Actualizado:Cuando el viernes, en plena vorágine del cierre del periódico, recibí la noticia de la muerte de Andrés Montes, no pude evitar acordarme del negro (como le decían sus compañeros) retransmitiendo partidos de baloncesto hace 30 años y llamando caviar a Alberto Herreros. Preferí obviar al más reciente del fútbol porque, sencillamente, no me gustaba. Pero en baloncesto era un maestro. De todos los comentarios que he oído el más acertado me pareció el de los informativos de Cuatro: «discutible en fútbol e indiscutible en baloncesto».
Mucho se ha escrito y hablado estos días sobre el legado que ha dejado Montes al mundo de la canasta. Pero quizás su mayor mérito fue conquistar un territorio casi prohibido. Cuando hace veinte años, TVE amplió su franja de emisión a la madrugada en el ente público se volvieron locos por llenar horas con una programación de cierta calidad. Años después, la irrupción de las privadas supuso una cierta competencia. Sin embargo al final, todas, con la honrosa excepción de las cadenas nacionales apostaron por la fórmula de los concursos con llamadas de teléfono. En esas apareció él con un proyecto tan ambicioso como osado y que no era otro que conquistar a la audiencia que no se dejase engañar por las embacaudoras noctámbulas. Y aún teniendo un cuerpo a años luz de éstas, se salió literalmente, acompañado de su inseparable Antoni Daimiel, pareja perfecta, entre otras cosas, por la diferencia de carácteres entre ambos personajes. A mi padre y a mi nos gustaban mucho. Los últimos románticos conquistaron solos la madrugada, como la radio en la película de Garci. El último romántico, que vivía en la calle Espronceda, se despidió con la discreción de los grandes y con la alegría de ver ganar a los grandes tras el Europeo de Polonia. Pensábamos que sólo de la pequeña pantalla. La vida fue maravillosa mientras duró.