EL CANDELABRO

Nulidad

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Ya la palabra en sí suena bastante desagradable, tirando a ofensiva: nulidad. Y como encima la nulidad es algo que abunda entre los famosos (la del matrimonio eclesiástico, quiero decir), el término suele dar pie a declaraciones y comentarios que rozan el género cómico... «Esta vez no voy de blanco porque ya me casé anteriormente y estoy anulada», me explicó en una ocasión una famosísima novia. ¿Anulada para qué, para ir de blanco? me dieron ganas de preguntarle. Puedo entender la obsesión de tantas celebridades por alcanzar la gloria, pero... ¿la nulidad? Me sorprende que esos mismos que, cuando deciden casarse, se casan no sólo por lo civil y lo religioso, sino también por lo mediático, se empeñen luego en hacernos comulgar a todos con que aquel matrimonio celebrado ante las cámaras y poniendo a toda España por testigo en realidad nunca existió.

No sé si la Iglesia (doctores tiene) concederá la nulidad a Blanca Romero y a Cayetano Rivera. A mí, personalmente, me daría pena verlos anulados porque no me caen mal, pero parece que al menos uno de los dos está ahora mismo empeñado en sostener que aquella boda televisada en directo jamás se produjo... Bueno, yo si insisten, estoy dispuesta a tragarme lo que sea: que se trató de una alucinación colectiva a lo Flash Forward, que la exclusiva fue un publirreportaje de moda nupcial, que la supuesta Carmina era en realidad Jorge Cadaval y que la ceremonia la ofició el mago David Copperfield, recién llegado de Las Vegas (donde por cierto las bodas son biodegradables de por sí). Vale, me lo creo y quizá la Iglesia también, pero eso no va a cambiar las cosas. Aquello existió, fue. Y como solía repetir mi profesora de Filosofía cuando se ponía estupenda: «Lo que es... es y lo que no es... no es». Y si osabas pedirle que por favor lo explicara. Ella, con aire de superioridad, te decía: «Ay, nulidad, nulidad...»