La madre de Emilio
Actualizado: GuardarC reo que lo de los premios está bien. Hay gente que abomina de ellos -ya saben, queda muy in no acudir a recoger un oscar o colocarlo en el cuarto de baño cuando te lo dan- pero me da la sensación que es una cuestión de pura estética progre. A quién no le gusta que le reconozcan su trabajo, su labor, su trayectoria con un premio. El viernes, Día de Jerez, se entregaron, precisamente, los premios Ciudad de Jerez, una iniciativa del Ayuntamiento plausible, porque podríamos decir que es el propio municipio quien reconoce a sus hijos más sobresalientes.
Hay quien en la nómina de galardonados echó de menos algún nombre, pero como dijo alguien acertadamente a la salida de la gala, quizá lo más importante es que los que estaban fueran merecedores de tal honor, y no me cabe la menor duda de que así es.
Hubo varios momentos durante la ceremonia de los que erizan el vello, pero me quedaré con tres. El discurso de Mercedes Juliá de Agar -una jerezana que triunfa en Estados Unidos con una cátedra de Literatura en la Universidad de Villanova y probablemente el trabajo de investigación más completo que se haya hecho sobre la figura de Juan Ramón Jiménez- me pareció ejemplarizante, sobre todo, para la generación del botellón y la crisis, para los jóvenes que no tienen referentes profesionales o quizá no quieran tenerlos, para demostrar que la cultura del tesón y del esfuerzo te puede llevar a algo tan maravilloso como alcanzar la plenitud haciendo el trabajo que te gusta. Su recuerdo a los trabajadores de la fábrica de botellas hizo estallar el patio de butacas del Villamarta en aplausos.
No podríamos pasar por alto la entrega del Premio Ciudad de Jerez a la Promoción al bar La Moderna. Fernando, Alfonso y Atilano hicieron que su clientela, que en Jerez somos todos, vayamos más o menos, se sintiera orgullosa, muy orgullosa de ellos. No olvidaron a sus padres -Atilano aguantó el tipo como pudo- no olvidaron a su gente, y Jerez hace justicia con este premio a un bar que es algo más que eso, que ha traspasado la frontera del negocio para formar parte de la historia de nuestra ciudad y, además, dibujarnos una sonrisa con sólo pronunciar su nombre, La Moderna.
Y especialmente emotivo me pareció el premio al fotoperiodista jerezano Emilio Morenatti. Emotivo y significativo, porque -perdónenme el corporativismo- se premiaba a un periodista jerezano, como también se hizo con Esperanza Lescún, en un momento en el que está profesión, además de estar denostada, tiene a mucha gente tirada en la puta calle o subsistiendo por un sueldo miserable a cambio de jornadas laborales que recuerdan a los campos de algodón de Louisiana.
Morenatti se está recuperando en un hospital de Washington del ataque que sufrió este verano cuando iba empotrado con las tropas norteamericanas en Afganistán y una bomba le arrancó parte de la pierna izquierda. Dio las gracias a través de un vídeo y fue su madre quien subió a recoger el premio de manos de la alcaldesa. En su discurso, sin papeles, demostró orgullo y satisfacción, pero sobre todo demostró agradecimiento. Tanto es así que quiso compartir el premio de su hijo con todos sus compañeros de profesión en Jerez, por el cariño y el respeto que, según dijo, le han profesado a Emilio sus colegas jerezanos.
Me emocionó la forma en la que, pese al mucho sufrimiento que estoy seguro que acumula esa madre por lo arriesgado de los trabajos de Morenatti, defendió el trabajo de su hijo «porque le cuenta al mundo con su cámara las cosas e injusticias que pasan por ahí». Fueron palabras sinceras, transparentes y preñadas de verdad y de experiencia de vida. Su sencillez y humanidad cautivaron a todo el Villamarta y pusieron de manifiesto algo muy claro, y es que si Emilio Morenatti los tiene bien puestos es porque de casta le viene al galgo.