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La geografía del Nobel

MANUEL ALCÁNTARA
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Los 18 miembros de la Academia sueca han vuelto a jugar a la ruleta de Estocolmo. Sus antecesores también tuvieron aciertos y fallos: se lo concedieron a Faulkner, a Pirandello y a Beckett y se lo negaron a Kafka, a Joyce y a Marcel Proust. También le otorgaron uno a don José Echegaray, cuyos dramas basados en el adulterio constituyen hoy una cumbre del teatro cómico. Jamás lo consiguió Galdós. Tampoco Borges, ni Navokov, ni Conrad. Está claro que para acertar siempre se exige no ser contemporáneo, pero para equivocarse casi siempre se precisa un gran instinto. La literatura es opinable y entre otras cosas sirve para discutir, pero donde se forman las grandes trifulcas es en el Nobel de la Paz, sobre todo desde que lo ganaron Kissinger y Yasser Arafat. La historia influye mucho, pero no más que la geografía. De pronto hace falta un islandés o un japonés o un turco y ya se pueden despedir por una buena temporada sus compatriotas. No conviene repetir naciones y hay muchas en lista de espera. También el octavo sabio de Grecia debió de ser un tipo de gran cultura, pero no había cupo más que para los siete primeros.

Este año le ha tocado el de Literatura a Herta Müller, una rumana que sufrió la censura de Ceaucescu. El de la Paz se lo ha llevado Obama, que se estaba llevando muy malos ratos últimamente, y ha levantado una polvareda inmediata. En su vasto y gran país hay gente que se pregunta cómo se le puede dar ese galardón a alguien que ha enviado 21.000 soldados más a la guerra. Son ganas de amargarle la vida al magnético y prometedor presidente. Son cosas que pasan. Así como el Papa es el único que al morir no puede recibir las bendiciones de Su Santidad, los únicos que no se sorprenden por las votaciones son los 18 académicos suecos.