DIDYME

El viaje de la piedra

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Tomislav Vodopija venía siempre a recogerme al aeropuerto de Zagreb. Al principio solo, cuando ejercía de periodista, y más tarde, acompañado por Miro, su chófer, siendo ya Ministro de Pesca de Croacia. Sus más de dos metros de estatura y su aparatosa simpatía, suponían un sostén locuaz y musculado para encarar el zafarrancho. Miro, como lacayo hercúleo, me traía un casco y un chaleco antibalas para que me disfrazara de tortuga bélica; de testudo romano.

El vuelo de Viena llegaba al atardecer. Directamente nos íbamos a cenar, y con un arroz negro y algún frugal pescado dálmata en el gaznate, nos íbamos a la tertulia que Tomislav, Tomo para los amigos, dirigía en los bajos del Museo de Arqueología Vranyczany-Hafner. El palacio, de estilo historicista, lo habían vaciado para defender sus magníficos fondos de un temido expolio guerrero, rodeado por sacos terreros y baterías. En su café, de aroma austríaco, se reunía la intelectualidad croata para hablar de la guerra, conspiraciones y venganzas, con una pasión pasmosa y preocupante. Conmigo, preferían hablar de los Autos Sacramentales de Calderón y del Siglo de Oro español. Una tregua.

La juventud de la especie humana es una tara. Los pocos miles de años que llevamos en la tierra no nos han permitido iniciar el denso viaje hacia el diseño de nuestra alma. Hacia el desafío esencial, ético, de la concordia, de la paz, del gozo que la cultura sustantiva genera. Los amigos de Tomo vivían la guerra con una pasión efervescente, juvenil y lujuriosa, feroz, pese a su gran nivel intelectual, sin elevar la mirada para contemplar la calma atemporal con la que la piedra asume la responsabilidad del perpetuarse, buscando la armonía arquitectónica, asistida por la humilde bujarda y la maza.

No querían interpretar el mensaje de las piedras que desde las canteras de Brac o Vinkuran, les transmitían, al viajar convertidas en basas y dinteles, en columnas, del Palacio de Diocleciano en Split, del anfiteatro romano de Pula, o de la Casa Blanca de Washington D.C., más tarde: en 1824. No querían arrostrar la responsabilidad de avanzar con lentitud y aplomo hacia la búsqueda de la ecuanimidad y la tolerancia, el respeto al prójimo y sus ideas, con el paso determinado de esas calizas blancas, fracciones del archipiélago Kornaty, ese laberinto flotante, que se niegan a ser utilizadas por la honda o la catapulta. Esa lentitud reflexiva y justa, pacífica y parsimoniosa, que solo anhela convertirse en ofrenda. En templo silente y recuerdo votivo de la honra. Piedras que desde siempre llevan esculpido en su alma el sacrificio del despiece para erigir un edificio colectivo. La catedral de Sevilla, la «montaña hueca», se realizó gracias al sacrificio de la calcarenita que viajó desde El Puerto de Santa María, para, candorosamente, levantar un monumento universal, un glosario de las virtudes esenciales del impaciente y fogoso ser humano que cree poco en sus dones y se arma y ataca.