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ANÁLISIS

Carta a un soldado muerto

FÉLIX MADERO
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Q uerido Cristo Ancor, cuando me llegó la noticia de tu muerte en Afganistán, me asaltaron la perplejidad y la pena. Conocer tu muerte y sentir un agujero en el estómago ha sido lo mismo. Después he recordado un bellísimo poema de Manuel Picón, Carta a mi hijo soldado: «Muere soldado, muere por mí; muere gritando que no hay que morir». Y entonces ha llegado a mis manos la queja de tu abuela: mi nieto no sabía que iba a la guerra, creía que su misión era humanitaria y de paz. Tu abuela, tu pobre abuela, siente tu muerte como si fuera tu madre, y cree lo que dice. Deja que pase el tiempo, que el dolor no salpique las noches de tu familia, y verás que alguien le explicará que sí, que lo sabías. Que un militar sabe siempre dónde va. Desde que sentiste el primer pálpito, ése que te decía: quiero ser militar. Desde ese instante sabías lo que puede ocurrir, asumiste que tu vida está en riesgo cada vez que patrullas o coges un subfusil. Y en Afganistán aún más. Quiero pensar que has muerto así, gritando que no hay que morir. Muchos que visten el traje cómodo del pacifismo militante creen que tú y otros como tú os habéis equivocado de profesión. No ven lo que proclama tu uniforme: que eres un servidor, un joven que creyó que tenía una misión lejos de su casa. Habrás dado la mano a muchos que en su interior desearon tu muerte, como así ha sido. Y otros a los que ayudaste a hacer una escuela o a tapar una zanja y vieron el brillo en tus ojos antes de morir.

No sé si hubo en tu interior alguna premonición de lo que iba a pasarte. Sé que hubo honra en tu último aliento. Y sé que ese instante nos honra al resto de españoles, que vemos en tu final una idea milagrosa que se desgarra, ésa que se paga con la muerte.