LOS LUGARES MARCADOS

Parque infantil

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Miro fotos de parques urbanos famosos. Los hay para todos los gustos: desordenados, geométricos, solitarios, concurridos. Son casi todos hermosos, oasis en medio del cemento, entre chimeneas, antenas y ladrillos: el Retiro de Madrid, con su lago y su Palacio de Cristal, el televisivo Central Park de Nueva York, el Saint James de Londres, con realeza incluida, el romántico Buttes-Chaumont de París.

Contemplando esas imágenes, me acuerdo del descampado de mis juegos de infancia. «Los Montes», que así llamábamos con ampulosa ingenuidad aquel baldío, fue durante muchos años un espacio de piedras, tierra seca, jaramagos, reventones y malvas, al que acudíamos cada tarde los chavales de Eduardo Delage, Juan XXIII y la Coronación. De espaldas al espectáculo cotidiano del atardecer sobre los viñedos de la carretera de El Calvario (éramos muy chicos para andarnos con estéticas paisajísticas), jugábamos a la piola, al burro, al coger o a cualquier otro pasatiempo que exigiera una actividad desenfrenada. También en ocasiones criábamos, en escondrijos excavados en la tierra, camadas de perrillos callejeros, porque siempre había alguna perra parida por los alrededores, o algún chucho cojitranco y grandón que nos mendigaba un hueso y una torpe muestra de cariño. Les poníamos nombres viles o pomposos, dependiendo del humor: Uta (eufemismo de Puta), Capitana, Dandy, Tarugo.

Cuando, años más tarde, plantaron en «Los Montes» flores decentes y árboles, y pusieron bancos y columpios, me alegré por los niños del barrio, que ya podrían jugar sin desollarse codos y rodillas. Pero nadie me quita la nostalgia por aquel «Parque Natural» primitivo; un jardín del Edén salvaje, duro, agreste, a la medida de nuestras carencias. Y quién sabe si quizá también acorde a nuestros deseos.