Artículos

La llave del laberinto

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

En el incierto otoño, entre el miedo al cataclismo y el sonido acechante de las trompetas del apocalipsis, las noticias, ahora un flash de una web, nos traen la muerte de José Antonio Muñoz Rojas, un poeta andaluz, casi centenario, prestigioso pero alejado del escenario mediático. En esta ocasión, en vez de buscar las costuras a la crisis, denostar a los rivales, despreciar a los políticos, lamentar los fracasos (sobre todo ajenos), alertar de los peligros o levantar el dedo acusador, el dedo de editorializar, la actualidad abre una brecha a otro mundo, a un «más allá» cercano e inmenso, escondido entre los pliegues de lo cotidiano, que resulta tan exótico en esta mediocridad rampante, tan novedoso, que no puede menos que saltar a las páginas de la Prensa. ¿Para qué si no?

Es pues cuestión de bucear en la actualidad, que nos trae tan malas nuevas como ésta. De modo que abrir, por ejemplo, su Obra completa en verso, revisada por el propio Muñoz Rojas y editada en Pre-textos, no deja de ser un trabajo periodístico, un tributo a la noticia. Y está ahí: aparece como un verdadero rayo verde, sorprendente, milagroso y estimulante, una visión del mundo más honda y permanente, más cercana a la vida y a los sentimientos, al corazón y también a la razón, que muchas de las especulaciones y tesis que cada día ensordecen en los medios.

El primer poema del primer libro de Muñoz Rojas está fechado en 1929 en la edición citada. Me gusta mirar los versos iniciales de los grandes autores, en ellos suele encontrarse ya enunciado su mundo. Y dice esa primera estrofa: «Caminemos, caminemos / lentamente hacia la aldea / con la paz puesta en la boca / y con el alma serena». De ahí en adelante, casi un siglo de creación, fiel a sí misma, ajena a las modas.

Como los más juncales, Muñoz Rojas consigue ser a la vez profundo y claro. Su universo es calmo, pegado al campo, a la autenticidad y la sencillez de la naturaleza, y es esperanzador y entusiasta y resistente a la tristeza, incluso en las situaciones más tristes. También supone un aprendizaje intenso, un descubrimiento constante, de la vida, de los instantes fugaces, de los sentidos...

Su último libro, La voz que me llama, es de 2004. Tan breve como emocionante, el latido de cada palabra golpea en el corazón: «Dejado, dejado, cuando queda / todo lo que te llevaste. Nada pudiste / llevarte. Lo que eras tú estaba en mí, /nunca dejado, llevado siempre / en mí, que no hay lugar que no te encuentre. / No pudiste irte de este corazón / que es tuyo y mío». Por ejemplo, porque todo el libro es tenso, esencial, pura maravilla.

No voy a atreverme a hacer un análisis literario de este gran autor, qué osadía. Sólo quiero entreabrir un poco más la puerta a la obra de Muñoz Rojas que este periódico ofreció, en forma de cuatro páginas y llamada en primera, el pasado miércoles con la excusa de su muerte.

Yo también le conocí una vez. Almorcé con él en el Casino gaditano, cuando vino a dar una conferencia en la Facultad de Filosofía. Tuvo que ser en 1998, porque me contó que hacía unos días llegaba del campo y su mujer le dijo que le habían dado el Premio Nacional de Poesía. «¿El premio de qué?», le preguntó, despegado. Le hice una entrevista imposible, se me escapó de todas las preguntas. Ni siquiera entró cuando le pregunté por Antonio Machado, que le apasionaba, ni por el misterioso verso de su gabán de moribundo: «Estos días azules y este sol de la infancia...». Me dijo que no sabía. Es posible, y mucho, que yo no fuera muy hábil, pero me pareció entonces que estaba claro que no le interesaba nada aquello. Había conseguido mantenerse fuera del show y recordé que hubo un tiempo, no tan lejano, en el que importaba más ser que parecer.

En esta época de pronósticos cruzados ya no merecen crédito ni los astrólogos, ni los brujos, ni los nigromantes, que son el último refugio de los creyentes. Una de las pocas esperanzas que quizá se pueden aún encontrar se refugia en la poesía, en la poesía de los poetas mayores, claro. Ellos hablan del amor, del dolor, de la paz interior, de la esperanza, o de su necesidad, de una serie de certezas o de preguntas, incluso sin respuesta, que al fin nos dan «la llave del laberinto» y, como dice Valente, «hacen nacer la luz / de mis pupilas ciegas». Cuando todo lo demás está en el aire.

lgonzalez@lavozdigital.es