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Cuando la crisis tiene rostro

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L a reacción ante el estímulo resultó casi mecánica. Desplacé la mirada intentado escapar de una petición de limosna. Una más de las que a diario he podido vivir en la calle Larga en el día a día laboral del periódico. Hasta la fecha músicos callejeros, indigentes que buscan el bullicio de las calles más concurridas, incluso estatuas humanas lo habían intentado, con mayor o menor éxito.

Pero este pasado miércoles algo me detuvo y me obligó a volver sobre mis pasos. Una anciana, bien aseada, con su humilde vestido, me volvía a preguntar, al cercarme: ¿Puedes ayudarme?

Por un momento su cara, su cuerpo, su estampa, me recordó a mi propia abuela. ¿Qué le pasa? pregunté. Que no tengo para comer, me respondió.

El colapso que me provocó aquella frase aún me dura. «Sabes, prosiguió, siempre he sido pobre, ahora me están arreglando el carnet ese de pobre. Nunca he pedido limosna, pero es que ya no se qué hacer». Me derrumbé.

En ese instante la crisis tenía rostro. El rostro de un anciana. El rostro de la necesidad y la dignidad, el rostro de quien sin tener nada pedía perdón por tener que abordarme en la calle para contarme que tenía hambre.

Esta semana el Fondo Monetario Internacional anunciaba un futuro lleno de nubarrones para la economía española.

Esta semana más de seiscientos jerezanos comenzaban el otoño visitando las oficinas del INEM para comunicar que habían perdido su empleo y que necesitan otro.

Pero esta semana estas noticias siempre me dejan el mismo poso, siempre me evocan la misma situación, la misma figura, la misma cara. Y vuelvo a pensar en ella.

Demasiadas familias ven ahora el final de mes como una meta inalcanzable, con la despensa vacía, y sin saber cómo reponer el salario perdido sin que los niños lo noten, sin que la vida se derrumbe, por no pagar la hipoteca, por no poder vivir, por no tener.

El comedor social de El Salvador bate todas las marcas asistenciales de su solidaria historia, la Cruz Roja atiende cada día a más sin techo que buscan cobijo en los portales céntricos, ahora que todavía el mal tiempo no les empuja a los albergues.

Son hechos y noticias a los que ahora pongo rostro. El rostro de mi querida nueva abuela.

Una de las frases políticamente más usadas es aquella que se repite mil y una veces cuando hay que valorar el problema del desempleo. Dice más o menos así: un único parado ya es un drama que tenemos que evitar entre todos.

Recomendaría a todos aquellos que con su responsabilidad o desde su cargo puedan luchar contra el desempleo y la pobreza que conozcan a quienes padecen todos estos problemas en sus propias carnes, que se acostumbren a poner nombres y apellidos a los que protagonizan tan dramáticas estadísticas.

Las soluciones pasan por escuchar y comprender a los que tienen el problema instalado en sus hogares, si es que lo tienen.

El debate es otro

Puede, como dicen algunos políticos y economistas, que el FMI ande equivocado con sus vaticinios. Puede que los datos del paro del mes de septiembre respondan a una situación coyuntural del mercado laboral. Puede, pero el debate es otro mucho más crudo.

El debate es cómo llenar la despensa, el debate es cómo llevar a los niños al colegio, cómo pagar la luz, el alquiler, cómo vivir sin tener para vivir.

Bajar ese peldaño es lo que hacen día a día desde multitud de organizaciones sociales y religiosas. También desde los servicios sociales de instituciones públicas.

Quienes trabajan día a día atendiendo a estos colectivos buscan paliar el problema desde un punto de vista eminentemente práctico. Hacer llegar comida, ropa, medicinas, un café, incluso dinero. Todo vale. Ocupan la primera línea de la trinchera social.

Escucharles y ayudarles es el camino más corto para poner nuestro granito de arena y lograr que nuestra aportación sea más útil.