El pensionista
Actualizado: GuardarNo es cierto eso de que la excepción confirme la regla: lo único que hace es perturbarla. Si conociéramos a alguien nacido en el siglo XV que viviera todavía no podríamos asegurar que todos los hombres son mortales. Algo parecido nos pasaba con los pensionistas españoles. Contraer ese estado equivalía a ser pobre, o para decirlo más suavemente, a tener que acoplarse a vivir con menos. El escandaloso caso del señor Goirigolzarri, tan ilegítimo como legal, ha cabreado a los partidos políticos, a los sindicatos, al Gobierno y a la afición en general. Nadie se explica cómo recompensar a alguien por sus servicios prestados, que eran alquilados y puntualmente pagados, puede valorarse en tres millones de euros anuales. Que nadie se extrañe de nuestra extrañeza: es mucho más de lo que cobran juntos todos los jubilados de mi pueblo, que se han pasado la vida trabajando de sol a sol, y muchos de luna a luna porque pescaban de noche.
Bien sabe Dios, que echó a los mercaderes del templo sin indemnizarles, que nada tiene que ver con la envidia esto que decimos. La envidia es el único pecado que lleva unida la penitencia. Los demás suelen ser una fuente de placer, por eso conviene ser un virtuoso de nuestros vicios, pero la envidia, ya lo dijo Quevedo, está flaca porque muerde y no come. En cada barrio hay alguien más guapo, más listo, más rico, más fuerte y más afortunado que nosotros. No. No se trata de envidiar el desenlace laboral del señor Goirigolzarri, lo que pudiéramos llamar el gorigori de su vida activa, pero hay que reconocer que ha sido el máximo ejemplo de inoportunidad. Muchos españoles, incluidos los jubilados, están al borde del hambre. La riqueza exige pudor. En fin, enhorabuena y con nuestro pan se lo coma.