EL RECUADRO

Muñoz Rojas vuelve a sutierra

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Veías a José Antonio Muñoz Rojas con su abelmontado sombrerito de recortadas alas gachas, su chaqueta de tuid, sus pantalones de gabardina, sus zapatos de ante y ese sonrojado color asolanado que da el libre aire del ojiblancar, de San Juan, de La Alhajuela, de Cauche, y más que un señor, tan señor, de las vegas y torcales de Antequera, te parecía un patricio de la nobleza menor de la campiña británica. Como un viajero romántico inglés que se hubiera quedado para siempre en la Casería del Conde para coleccionar atardeceres. Estuve muchas veces por decir que Muñoz Rojas era el mejor escritor inglés que teníamos en Andalucía, espejo de sus años en Cambridge o de sus Ensayos angloandaluces. Pero temí que me pasara lo mismo que ocurrió aquel día tan agradable en la antequerana Casa de las Columnas, cuando mi querido Juan Manuel Blázquez y su madre, doña Cecilia de Lora, llamaron a José Antonio para que viniera a tomar café con nosotros y pudiera yo charlar con quien tanto admiré desde que leí Las cosas del campo en la edición de Insula que había en la biblioteca de la Facultad, por consejo del profesor López Estrada. Llegó Muñoz Rojas como descrito queda, se sentó con nosotros en el patio, y Ceci Lora, con su bellezón de veterana estrella de Hollywood a la que entregan el Oscar por toda su carrera, encantada de tener a Muñoz Rojas una vez más en su casa y en aquella reunión, dijo:

-Pues qué alegría, que tengamos aquí a José Antonio.

Y dirigiéndose a mí, añadió:

-Sabrás que es el mejor escritor que tenemos en Antequera.

A lo que repliqué:

-Perdona, Ceci, pero yo lo sacaría del término municipal...

Ahora que Muñoz Rojas ha muerto, ahora que tengo sobre la mesa del escritorio la edición de Las cosas del campo en Ancora y Delfín, pienso que quizá le contesté inadecuadamente a la guapísima Ceci Lora. Ahora que ha muerto Muñoz Rojas rectifico mis palabras del frescor del patio de la Casa de las Columnas y llevo a Muñoz Rojas justamente a su paisaje del término municipal de Antequera, porque allí me lo conduce la belleza de sus palabras evocando esa Tierra eterna que convirtió en delicada materia poética con su prosa: «Sola y eterna, tierra de arados, de sementeras y de olivar, mil veces regada con sudores de hombres, con cuidados, con maldiciones, con desesperaciones de hombres, hermosura diaria, espejo y descanso nuestro». En esa tierra descansa para siempre Muñoz Rojas. En la tierra de melonares y tórtolas, donde tornan los abejarucos, tierra de herrizas y zorzales, de abejas en los tilos, la tierra de la que un día se fue Miguelillo de porquero. Como en los epitafios de la Roma del Efebo, ha de serle leve la tierra a la que dio vida poética en Las cosas del campo, su maravilloso manual de bellezas andaluzas. El cantor de la tierra vuelve a la tierra a la que dio prestigio.

Me cuentan que en su velatorio en la Casería del Conde, donde esperaba a la muerte como quien aguarda que cabeceen los trigos o que se preñen los olivos, colocaron sobre su ataúd unas flores silvestres de la otoñada y un ejemplar de Las cosas del campo. El libro de familia donde se recoge la vida del campo andaluz, la evocación de una grandeza y hermosura que se fueron, que hay que entronizar en el altar mayor de nuestra prosa, con el Platero juanramoniano, con Ocnos de Cernuda, con Los años irreparables de Montesinos, con Pueblo lejano de Romero Murube, y en el mejor Catastro Agrario Literario, con Historia de un finca de los hermanos Cuevas y Los Dueñas de Manuel Halcón. Tan de campo, tan de campo era Muñoz Rojas, que ha ido a morir el día de San Miguel, cuando vencían los contratos. El señor de la Casería del Conde, por San Miguel, no quiso renovar su contrato con la vida.