vuelta de hoja

Luto en el campo

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He vuelto a equivocarme: yo creía que José Antonio Muñoz Rojas era inmortal, y si no inmortal, inmorible. Estaba acostumbrado a que la sombra tutelar de este patricio romano de Antequera nos amparara siempre. Ha sido mucho tiempo, tanto que se pierde en la noche de los tiempos, que es cada vez más oscura, sabiendo que podíamos contar con él, que estaba ahí, leyendo bajo un artesonado insigne o viendo crecer la yerba adicta en las cercanías de su casa.

-Yo debí morirme cuando se murieron mis amigos- me decía, absolutamente convencido, después de tantas soledades. Y me hablaba de Dámaso Alonso, de Vicente Aleixandre y de alguien que está felizmente vivo, como Alfonso Canales, si es que las palabras vida y felicidad pueden cabalgar juntas. «Quien mucho vive mucho pena», se dice. Sobre todo lo decimos los viejos, pero él nunca fue viejo.

En cuanto a lo de cabalgar, siguió haciéndolo hasta hace relativamente poco. También siguió escribiendo versos emocionantes hasta última hora. Hasta que le llegó la hora última. Esa que yo creía que no le iba a llegar nunca.

-¿Te has dado cuenta de que ésta es una luz distinta?

Paseamos a veces por la madrileña Castellana y él, que era perito en luces, reparaba en noviembre. «Este mes, aquí y allá abajo, en nuestra tierra, usa una luz diferente». Cuántas cosas he dejado de aprender de mi maestro. Quizá no merecía yo saberlas. Soy un urbanita que jamás ha montado a caballo, aunque me haya sido posible disfrutar de la tranquilidad violeta de algunos atardeceres. El caso es que cuando se muere alguien como Muñoz Rojas el mundo vale menos. Es tan difícil coincidir en el tiempo y en el espacio, o sea, es tan difícil ser amigo de alguien, que cuando su muerte nos mutila se queda uno más huérfano.