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Romper las olas

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Una de las grandes incógnitas que trae el nuevo curso político, y el escolar por supuesto, es si se concreta, y cómo lo hace, la decisión del nuevo presidente de la Junta de Andalucía, José Antonio Griñán, de convertir la educación en el centro de toda su «gobernanza». Como objetivo es indiscutible, incluso ideológicamente es «transversal», nadie puede mostrarse en desacuerdo, pero no nos engañemos, por encima de su impecable corrección hay una suprema dificultad para convertirlo en realidad, y más en la actual coyuntura.

Primero por una cuestión de tiempo material, por el agobio de otras urgencias. Malos tiempos para la lírica, por decir un tópico. Los políticos dedicados a la gestión municipal, provincial y hasta al «aparato» viven acuciados por las consecuencias de la crisis y han de dedicar buena parte de su jornada a atender y resolver grandes problemas inaplazables, que afectan a personas, a familias concretas, y a trazar estrategias que mejoren la economía «de bolsillo» y el empleo, hasta el punto de relegar a segundo plano lo que hasta ahora eran sus principales preocupaciones: las listas, los candidatos, o sea las sillas donde se va a sentar cada quién. Algo hemos ganado, entre paréntesis.

A ello se une la dificultad evidente de aumentar los recursos en la medida de lo requerido, por mucho que el esfuerzo presupuestario se sitúe al límite. La menor recaudación va a obligar a restringir durante muchos años el gasto público y, es obvio, va a ser complejo conseguir avances «si el entrenador de baloncesto gana más que el profesor de matemáticas», como dice Steiner. Una de las razones del éxito de la educación en el régimen soviético fue precisamente la importancia, salarial y social, que se dio al estamento de enseñantes, aunque, supongo, cobraban la misma miseria que los ingenieros nucleares.

Además, hay otro aspecto menos coyuntural y, si me apuran, más complejo: colocar la educación en el centro de las prioridades, hacer de la formación, del afán de superación, de la cultura del esfuerzo, el nuevo paradigma social precisa de una valentía política que no sé yo si es posible hoy día, porque no tendrá más remedio que enfrentarse a otro «item» mucho más potente: ese desdén por la vida intelectual y esa desconfianza hacia el rigor y el saber que caracteriza al mundo contemporáneo, a la sociedad de consumo.

Hasta ahora confiábamos en la capacidad del poder para implantar valores, por el efecto mimético sobre los administrados, además de por gastar esfuerzo, dinero, recursos, en el fomento de los mismos. Un Medici, por poner un ejemplo, hacía una Florencia culta. Pero ¿qué hacer ahora, cuando ha caído el respeto al totem, y además el electorado no comparte ese ideal, cuando lo que se valora de un líder es que sea capaz de hacer un chascarrillo a tiempo y dar bien en la foto? ¿si, por ejemplo, ser un melómano puede jugar en su contra?

Aún más: ¿está el poder preparado para tolerar y hasta fomentar la disidencia, las voces críticas, en vez de forzar las adhesiones de estos posibles contrincantes con cualquier tipo de apetecible pesebre? Y ¿están dispuestos los rebeldes a resistir esa tentación?

Esa es la cuestión: todo un cambio de valores, a contrapelo, un combate a la medida de titanes y desde luego a más de una legislatura vista. Quizá, por qué no, el primer paso se dé la próxima semana, con el olor de los libros nuevos y la promesa de los cuadernos por estrenar.

lgonzalez@lavozdigital.es