El misterio de los primeros artistas
En 'Los pintores de las cavernas'. Gregory Curtis explora el mundo del arte rupestre y los estudios de un arte desconocido
Actualizado:«Hay pinturas en las paredes, ¿de qué puede tratarse?» El prehistoriador Felix Garrigou anotó esta frase en su cuaderno al salir de la cueva de Niaux (Ariége, Francia) en 1864. Había recorrido la caverna y estaba intrigado por las pinturas en negro de caballos, bisontes y cabras que la decoraban. No era el primer visitante, pues muchas de estas obras estaban cubiertas de pintadas. Pero Garrigou fue el primero en dejar constancia de la inquietud que le causaban aquellas figuras. Aún así no las relacionó con la prehistoria. El concepto de ‘arte rupestre’ no existía todavía y faltaban 15 años para el descubrimiento de Altamira.
Desde la excursión de Garrigou a Niaux hasta hoy ha pasado más de un siglo de estudios científicos sobre el arte de las cuevas, un fenómeno creativo que se desarrolló durante unos 230 siglos, en el Paleolítico Superior, desde la Península Ibérica hasta los Urales. En este espacio geográfico se conocen cerca de 400 grutas decoradas con pinturas y grabados, aunque la mayor parte de ellas están en Francia y España. La más antigua que se conoce es la grotte Chauvet, algunas de cuyas figuraciones tienen más de 32.000 años.
A pesar de que se desarrolló durante milenios, el arte rupestre muestra una coherencia excepcional. El bestiario representado es muy reducido y está dominado sobre todo por caballos y bisontes, seguidos de cérvidos, cabras, mamuts y rinocerontes lanudos. También hay osos, felinos y algún zorro. A menudo las figuras están incompletas o presentan desproporciones llamativas. En ocasiones parecen híbridos de diferentes especies. Hay unos pocos peces, los pájaros son raros y no se representan las plantas. Las figuras humanas son escasas y tienden a ser esquemáticas. Hay improntas de manos y también signos, que van desde sencillos puntos y zig zags a complejas formas cuadrangulares con divisiones internas –los llamados tectiformes–. La paleta rara vez supera los dos colores. No se representan el suelo, ni el cielo, ni paisajes de fondo, de tal forma que las figuras parecen estar flotando en la nada, sin compartir la misma orientación incluso en algunos casos en los que varias de ellas dan la impresión de formar parte de una misma composición o escena, como en el techo de los bisontes de Altamira. ¿Qué significa todo esto? «¿De qué puede tratarse?»
Un desconcierto similar al de Garrigou animó al periodista Gregory Curtis, firma habitual en The New York Times y Rolling Stone, a escribir Los pintores de las cavernas: el misterio de los primeros artistas (Turner Noema), una magnífica introducción al arte rupestre, su descubrimiento y estudio. Cada cueva es un mundo y detrás de cada hallazgo hay una historia fascinante, como el drama en el que se convirtió el hallazgo de Altamira. En noviembre de 1879, la hija de Marcelino Sanz de Sautuola reparó en los bisontes pintados en el techo de la cueva, mientras su padre, arqueólogo aficionado, no levantaba la vista del suelo que se dedicaba a excavar. A diferencia de Garrigou, el erudito cántabro entendió que lo que estaba pintado arriba era obra de quienes fabricaron lo que se encontraba enterrado abajo. Así lo publicó y lo defendió en foros científicos, recibiendo a cambio comentarios despectivos y desaires públicos de las principales autoridades académicas. ¿Cómo podían pintar obras tan magníficas los primitivos? Los grandes popes de la prehistoria, con Émile Cartailhac a la cabeza, sospechaban que Altamira era un montaje clerical para tender una trampa a los defensores de la Evolución. El descubrimiento de otras cuevas decoradas, como La Mouthe (1895) y Pair-non-pair (1896), acabó con todo escepticismo razonable y Cartailhac tuvo que reconocer en público su error a través de un opúsculo titulado precisamente Mea culpa de un escéptico.Demasiado tarde para Sautuola, que había muerto en 1888 de puro abatimiento.
A pesar de que ha pasado más de un siglo de hallazgos y de estudios arqueológicos, en cierto modo la pregunta de Garrigou sigue sin respuesta. «¿De qué puede tratarse?» Los expertos saben cómo trabajaban los artistas prehistóricos, han analizado los pigmentos que utilizaban y los aglutinantes con los que los mezclaban, han descrito las herramientas con las que grababan y calculado el tiempo que tardaban en trazar cada figura; saben cómo se iluminaban y se desplazaban por las cavernas, y gracias a técnicas como el radiocarbono han podido datar figuras que antes sólo podían situarse en el tiempo a través de análisis estilísticos. Pero la gran cuestión del significado sigue abierta.
La interpretación
Los arqueólogos han formulado varias interpretaciones cuyo principal problema es que no se pueden demostrar. Los primeros expertos propusieron que el de las cavernas pudo ser un arte lúdico que en realidad no tenía un significado profundo. Los cazadores recolectores paleolíticos vivían con todo lo necesario para la supervivencia tan a mano que les sobraba el tiempo libre. Así, el impulso artístico nació casi sin querer y su único sentido era el deleite estético. Pronto, esta teoría fue desechada por eruditos como el propio Cartailhac. Los estudios etnográficos de los pueblos primitivos contemporáneos les llevaron a pensar que el arte cavernícola debía de tener un sentido mágico relacionado con la caza. En este escenario los paleolíticos ya no vivían en un paraíso, sino en un entorno hostil y glacial en el que el mayor o menor número de piezas de caza cobradas era la diferencia entre la supervivencia y la muerte. Las pinturas de las cavernas tenían un fin propiciatorio y formaban parte de un sistema de magia simpática. El hechicero –¿o hechicera?– dibujaba un bisonte, lo capturaba ritualmente y así se favorecía su caza. Es una explicación elegante y todavía muy divulgada a la que se le encontraron muchos peros. ¿Por qué en ocasiones se representaban animales que no se cazaban o que eran capturados rara vez? ¿Por qué sólo algunas figuras muestran signos de haber sido heridos simbólicamente? etc. Muchos expertos se abstuvieron de avanzar intrepretaciones y se dedicaron a realizar estudios descriptivos o se limitaron a apuntar que este arte debía de tenía algún tipo de sentido religioso, sin ir mucho más allá.
Max Raphael –en los años 30 y 40 del siglo pasado–, y sobre todo Annette Laming-Emperaire y André Leroi Gourhan –en los 50 y 60– llegaron a la conclusión de que las figuras que compartían espacio y que en ocasiones se superponían en las paredes de las grutas estaban relacionadas unas con otras y que estas relaciones tenían un significado. A partir de un análisis estadístico de 66 cavidades, Leroi Gourhan defendió que las cuevas no eran acumulaciones caóticas de pinturas y grabados, sino santuarios organizados en el que las figuras seguían siempre un patrón de distribución. Animales y signos se repartían en dos grupos opuestos en función de su sentido sexual –que no su sexo–: había animales femeninos –bisontes, uros– emparejados simbólicamente con masculinos –caballos–. Todo ello formaba un sistema iconográfico basado en la dualidad de los factores masculino y femenino, que quizá se prolongaba en una mitología basada en opuestos como vida-muerte, luz-oscuridad y bien-mal. La dificultad de demostrar el sentido simbólico de las figuras y el descubrimiento de nuevas grutas que no encajaban en el esquema acabaron con la propuesta de Leroi-Gourhan.
Como si se volviera al punto de partida, los expertos han reconsiderado y vuelto a desechar los viejos sistemas de interpretación: el arte por el arte, el totemismo, el chamanismo... Al fin y al cabo, la pregunta de Garrigou sigue en el aire.