Democracia escurridiza
Actualizado: GuardarL os afganos no votan basándose en un ideario político, ni atraídos por las promesas electorales. Ni siquiera por los planes de mejora del conjunto del país. Y mucho menos convencidos de las bondades democráticas.
Votan al candidato que pertenece a su mismo grupo étnico -tribu, clan o familia-, a un político representativo, destacado e ilustre, con la única esperanza de que su victoria confirme la superioridad de su pueblo. Desconfían de los partidos políticos, carentes de representación popular, considerándoles como una extensión de los grupos armados, cuya defensa es su único interés. Máxime cuando ninguno tiene vocación nacional.
En su visión de la fuerza como único medio para resolver las disputas, les resulta incomprensible que no sea elegido el candidato de una de las etnias mayoritarias -pastunes o tayikos-, resignándose las demás a un justo reparto de vicepresidencias y de altos puestos en la administración. Desengañados, tras ocho años de gobierno Karzai, por unas ciertas mejoras que no alcanzan más que a algunas ciudades -cuando el 80% de la población es rural-, siguen sin comprender en qué les puede beneficiar ir a votar, sobre todo pensando que una amplia mayoría no tiene conciencia de nación, ni reconoce fronteras ni gobierno central alguno. Dudan que no se cometa algún tipo de fraude, especialmente por Karzai, ya acusado de emplear los medios estatales para lograr su reelección.
Para gran parte de los 15,6 millones de afganos inscritos, democracia tan sólo es sinónimo de la corrupción e ineficacia mostrada por el actual gobierno, carente de apoyo popular, y visto como una marioneta en manos de extranjeros. Lo peor que se puede decir de un afgano. Y eso los que no consideran que la democracia occidental va abiertamente en contra de los principios islámicos.
A lo que se añade el temor a que los talibán, que participan en las elecciones llamando a los musulmanes a unirse en una yihad que libere al país de los invasores, siembren el terror en los 28.500 colegios electorales, especialmente en los del sur por ellos dominado. Siendo tan difícil garantizar la seguridad en semejante inhóspito y agreste territorio, que las propias autoridades afganas reconocen que, de los 364 distritos electorales, 156 están considerados de alto riesgo, y 10 bajo pleno control talibán.
Con un coste de 170 millones de euros -sin contar el vasto despliegue de seguridad-, todo un lujo para uno de los países más pobres del mundo, las elecciones probablemente sólo van a mostrar que la democracia seguirá siendo un escurridizo pez en las turbulentas aguas afganas.