Una corrida incruenta
El desesperante descastamiento de los toros de Juan Pedro Domecq condenan a la afición a una tarde para olvidar en la que la terna se va de vacío
| EL PUERTO Actualizado: Guardar«Prefiero dormir una buena siesta que sufrir una mala corrida de toros». Esta frase, que parece expresada por un mediocre aficionado, pertenece, ni más ni menos, que a la abundante fraseología atribuida a Juan Belmonte. Nadie como el mismo pasmo de Triana sabía lo que significa padecer una tarde plúmbea y desangelada en un coso taurino. Los aficionados que, rebosantes de ilusión, olvidaron el sofá doméstico y acudieron a la cita en la Plaza Real, nunca se perdonarán tan lamentable elección. No existe nada peor ni que provoque más desasosiego que una corrida de toros en la que no ocurre nada reseñable, en la que el tiempo transcurre como una losa que tuviera todo el peso de la eternidad encima y en la que salen animales cuyo comportamiento nada tiene que ver con el poderío, la fuerza y la agresividad que se les presuponen al toro bravo.
Tanto aguar la sangre brava, ta nto buscar el toro cómodo que no ponga en aprietos a la figura de turno, tanto se desechó el picante y la casta, que a la hora de la verdad, se ofrecen espectáculos que mandan al aficionado directamente al sofá de su casa. Y, lo que puede ser peor, a meditar con más cuidado su elección vespertina cuando se produzca la siguiente cita taurina.
Animales con pitones despuntados, carentes de raza y de vibración en sus nobilísimas acometidas como los que ayer saltaron a la arena, encajan perfectamente con las características exigidas por esos empresarios extravagantes que pretender ofrecer lo que ellos denominan «corridas incruentas». Por tanto, visto lo visto, no será necesario desplazarse hasta Las Vegas para presenciar esa parodia de tauromaquia «sin crueldad». Lo tenemos aquí, en nuestra propia casa, a la vista de todos y haciéndose pasar como corrida solemne, que mantuviera la gallarda tradición de siglos de tauromaquia, de grandeza, de riesgo y de verdad. Para cumplir con los requisitos exigidos por el proyecto de ese tipo de espectáculos que tanta alarma han causado, sólo faltaría que se suprimieran la suerte de varas y el uso del estoque. Más no parece que ello suponga excesivo óbice: en la mayoría de los casos el castigo de los toros en el caballo ya se reduce a un mero simulacro y a la ejecución de la suerte suprema cada vez le prestan los públicos menos atención.
Imposible glosa lírica posee una corrida en la que se lidian unos ejemplares con apariencia y genealogía de toros bravos pero que trocan su previsto proceder inicuo, malicioso y agresivo por un devenir inocuo e inofensivo. Lo que sólo puede provocar un espectáculo inane, fútil, hueco, donde los amanerados gestos heroicos de los toreros pueden llegar a resultar grotescos y hasta ridículos.
Ésto pareció ocurrirle en algunos pasajes a Padilla, que citaba a gritos y movía con frenética insistencia la muleta para provocar arrancadas imposibles de los que simulaban ser los mismos «toros de Guisando». Ninguno de sus oponentes le permitió estirarse a la verónica y sólo pudo destacar en sendos tercios de banderillas, en los que prendió palos de poder a poder y, sobre todo, de dentro a fuera, habida cuenta la evidente mansedumbre que proclamaban los astados. El que abrió plaza dio por clausurado el breve capítulo de su codicia cuando tomó por segunda vez la franela del jerezano. Claudicó, renunció a la pelea y se echó en el albero, en vergonzante desafío al verdadero orgullo de su raza. Frente al cuarto, de mansa condición, se plantó de hinojos y consiguió en tan incómoda posición el record de pases seguidos en todo el festejo: siete. Mucho mérito tuvieron, pues para conseguirlos hubo de aguantar una enormidad e incluso cruzarse y ganar terreno en esa orante actitud. Recuperada la posició erguida, el toro se paró para siempre y ya no regaló más de dos medias arrancadas seguidas. Por lo que el trasteo no consistió más que un intento estéril y continuado de toreo en redondo y al natural.
Causó admiración la grandiosa irrupción en el ruedo del segundo de la tarde, un burraco claro, capirote y botinero que evocaba el lejano ascendente Veragua que posee la vacada titular. Lástima que esas pinceladas de extinguidos y gloriosos encastes se reduzcan hoy al color de las capas y no a la fuerza y a la raza que los caracterizaron e hicieron célebres. En efecto, el bello animal tomó distraído del capote de El Juli, salió suelto del caballo y lució un lamentable trote cochinero en banderillas. En el último tercio se mostró incapaz de soportar la continuidad de tres pases, pese a que fueran esbozados con la extrema suavidad y mimo con que procedió el madrileño.
Un atisbo de luz, un paréntesis a la nada pareció abrirse en lo anodino de la tarde cuando el quinto de la suelta permitió que El Juli trazara algunas verónicas con cierta enjundia y ofreciera, al menos, una discreta pelea en varas. Dibujó el diestro dos tandas de derechazos con ligazón y temple, en las que el toro repitió las embestidas con algo de codicia. Pero, a veces, se revolvía con presteza o se refranaba de súbito. Inconvenientes que impidieron que El Juli encontrara la distancia y el punto adecuados para que la faena tomara la altura deseada y que, esta vez sí, el enemigo propiciaba.
Paréntesis a la nada que también se vivió en ciertos pasajes de la labor de Talavante frente al tercero. Un quite por gaoneras y cortas series de redondos y naturales que brillaron por su empaque y calidad, antes de que el burel se rajase y se instalara definitivamente en el cobijo de su querencia. Terrenos que el extremeño aprovechó para encedenar algunos pases muy cerca de los pitones que resultaron muy del agrado de la concurrencia. El sexto, sin un ápice de casta, abanto y siempre con la cara alta, su desesperante sosería constituyó compendio y rúbrica de una corrida para olvidar. Con mucha nobleza y ninguna casta, una corrida incruenta.