MAR ADENTRO

Encierro de parados con Espeleta al fondo

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Durante aquellos maravillosos días cuando el franquismo moría en su cama y con equipo médico habitual, las iglesias de la provincia de Cádiz se llenaron de parados o de gaditanos que podrían serlo de un momento a otro, desde La Pastora de la capital a La Palma de Algeciras un reguero de templos cobijaba a los apóstoles de la buena nueva de la democracia, a un puñado de sindicalistas y demócratas, pero también a simples trabajadores sin más cultura que la del trabajo, un espíritu que les habían inculcado sus padres y el instinto de supervivencia, más que el salario débil y los patronos fuertes.

Resulta raro que nos pasemos media vida reclamando un curro cuando lo que debiéramos demandar es la posibilidad de ejercer el inalienable derecho a la pereza que enunció Paul Lafargue y que defendió a vida o muerte Ignacio Espeleta, aquel inefable flamenco al que Federico García Lorca preguntó a qué se dedicaba y repuso: «¿Trabajar yo? ¡Yo soy de Cádiz!».

Hubo un tiempo en que pensábamos que la Constitución y la democracia nos traerían, por sí mismas, la libertad, una vivienda digna sin pelotazos de los especuladores y un puesto de trabajo sin renunciar a las conquistas de dos siglos de lucha obrera. En días como esos de la transición entre la pesadilla de entonces y el insomnio de ahora, las sucesivas reconversiones de un mundo que no sólo agonizaba con Franco sino, a escala mundial, con la irresistible ascensión del neoliberalismo, se acabó lo que se daba y se contaron a miles los gaditanos que fueron empujados al ghetto de la cola del paro o de la ayuda social, del chapuz en la sombra y las prejubilaciones.

En la iglesia de Santo Domingo, como antaño, los parados se encierran otra vez. Son albañiles, como lo fue mi padre. Lo que exigen, en esta ocasión, es un puesto en las cuadrillas de la sopa boba, en ese plan de obras públicas que el Gobierno ha ingeniado con los ayuntamientos para que, a la manera de aquel otro dictador que fue Miguel Primo de Rivera, haya al menos pan para hoy sin que tengamos demasiado seguro que nos llegue para el día de mañana.

Allí se acercan a saludarles, unos y otros, los fotografiados más frecuentes: aquellos que tienen poder o que aspiran a tenerlo. En el mejor de los casos, les compran unos cartones de tabaco mientras les formulan, para salir del paso y quizá con la impotencia de quien quisiera resolver su asunto y no sabe como hacerlo, algunas vagas promesas de futuro: «Cuando lleguen los nuestros a Madrid, cuando lleguen los nuestros a Cádiz».

Pero, ¿quienes son los nuestros? Los nuestros son ellos, o esos otros peones y oficiales de Medina y de Chiclana, de Jerez o de Barbate, que llenan las brigadas de obras que han convertido a nuestras ciudades, durante los últimos meses, en un enorme queso de gruyere. Los nuestros son esos parados encerrados en Santo Domingo, con Ignacio Espeleta al fondo, que sencillamente no quieren que su única vía de escape sea un contrato quizá en alguna remota arenera de Castellón. Nuestra es su esperanza. Y su rabia es nuestra.