El futuro de Nadjaf
Actualizado: GuardarNadjaf, a los once años, chapotea en su piscina azul, rodeada de extraños muñecos flotantes, y dedica al fotógrafo una sonrisa franca, transparente, de esas que valen más que una declaración firmada. Si la única patria del ser humano es su infancia, la de Nadjaf limita al Sur con el árido desierto argelino, pero presume en el Norte de una linde insólita, hecha de sal y de humanidad. Como otras cientos de niñas saharauis, Nadjaf ha convertido sus veranos en Cádiz en un refugio temporal contra el hambre y el desamparo, un oasis estival que quizá no tarde mucho en convertirse en un espejismo más en su memoria adulta.
La buena voluntad de las familias que hacen que estos viajes continúen adelante han permitido ya a varias generaciones de refugiados disfrutar de las bondades de la vida en la cara amable del mundo, aunque sea a modo de regalo breve, caritativo. El problema es que muchos gaditanos (andaluces, españoles y europeos) se quedan con la faceta solidaria, exótica y colorista del asunto, pero prefieren no meterse en las honduras que explican por qué 160.000 personas malviven en una tierra prestada y yerma, sin más aliento que el que nosotros queramos darles.
Detrás de esa niña hay un drama personal, reproducido miles de veces, que después de 30 años de negociaciones, disparos y embustes no tiene un fin a la vista. Sabemos dónde estará Nadjaf este verano, también el próximo y algunos más, pero luego se perderá junto a su pueblo en un futuro vacío. Puede que ella, todavía, no lo sepa. Quizá por eso (o a pesar de eso) aún se ríe.