LOS LUGARES MARCADOS

Del optimismo y la convicción

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Se sorprenden los amigos, los compañeros, de que mi reacción habitual ante la vida sea la del optimismo. Ante todos los dilemas, ante todos los inconvenientes, quiero siempre buscar el lado positivo, el resquicio por el que puedan colarse bien la solución, bien la buena fortuna.

Es que pertenezco a la banda de los optimistas (que no de los ingenuos). Esperamos que un día se lleguen a resolver los grandes y graves problemas que nos rondan. Los que nos tocan de cerca, personales o generales, pero también (y antes que éstos) los que afectan, destruyen y exterminan a los otros. Es el fatalismo al revés lo que nos mueve. El «todo tiene remedio menos la muerte». Y quién sabe si también ésta, la ladina, no tiene un remedio que aún no hemos acertado a comprender.

Ser optimista no significa no sufrir, no llorar o no preocuparse por el futuro. Ser optimista es esforzarse en verle el final al túnel de ese sufrimiento, por largo y oscuro que parezca. Es convencerse de que vale la pena creer en la utopía, aunque se nos vaya la vida en esperarla. Y es luchar, cada uno según sus aptitudes, por allanarle el camino.

Estos días recuerdo y releo a la escritora austríaca Ingeborg Bachmann. No tuvo una vida fácil (ni siquiera su muerte fue fácil), pero fue capaz de escribir manifiestos de optimismo como éste: «Me han preguntado a veces por qué tengo una idea o imaginación de un país utópico, un mundo utópico, en el que todo se arreglará, en el que todos serán buenos. [...] Yo creo de verdad en algo que llamo «llegará el día». Y llegará algún día. Probablemente no llegará, porque siempre nos lo han destruido, desde hace tantos miles de años siempre nos lo han destruido. No llegará pero sin embargo creo en ello. Porque si ya no pudiera creer más, tampoco podría escribir más».