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Una década marroquí

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E l rey de Marruecos, Mohamed VI, acaba de cumplir diez años en el trono y han llovido los balances sobre su labor, emprendida tras la muerte de su padre, es decir, con las dificultades inherentes a la condición de sucesor de Hassan II, un hombre discutido, cruel, políticamente superviviente en una época difícil y al que, unánimemente, se reconoció inteligencia y fuerza para preservar la dinastía. Y su primogénito, a quien se reprocha un gusto excesivo por las ausencias y las vacaciones, ha hecho más que lo suficiente para recibir hoy una valoración razonablemente positiva, aunque esta apreciación no pueda ser igual dentro y fuera del país.

Desde el exterior se percibe como desafío central la normalización política que debería conducir a un régimen genuinamente constitucional, equiparable a una democracia europea. Pero eso ni ocurrirá en un plazo breve ni podrá ser impuesto de un día para otro desde el paradigma establecido para el estado moderno por Montesquieu.

Pero a pesar de esos condicionantes, Marruecos ha hecho con Mohamed VI progresos considerables, como introducir mejoras en la condición social de las mujeres, insertar al islamismo político en el sistema de partidos y fomentar la reconciliación nacional con el fin de las prisiones secretas.

El aniversario del reinado merece, pues, apreciación y presenta, con las limitaciones propias del sistema y de las posibilidades sociales de un país que ha crecido económicamente, un balance positivo. Teniendo además en cuenta que Rabat, con una eficaz labor policial, contribuye a la estabilidad regional en un área muy amenazada por el terrorismo yihadista.