El santo rencor
Actualizado:Aún peor que sentir rencor -o ira, orgullo, pereza o, incluso, indiferencia- es sublimarlo y, todavía más, santificarlo. Por supuesto que, por ejemplo, es inevitable, comprensible y saludable que expresemos nuestra incontenible indignación por los criminales atentados terroristas, pero -a mi juicio- también sería sano que, con serenidad, examináramos esas reacciones tan «naturales» con el fin de descubrir si, en el fondo, se esconden, además, algunos gérmenes patógenos que, en su composición, son parecidos a los que anidan en los perversos comportamientos de los terroristas contra los que luchamos.
No se trata, ni mucho menos, de fomentar un ingenuo buenismo, un angelical pacifismo ni una acrítica tolerancia, sino de evitar que, con la mejor intención, intentemos apagar el fuego con gasolina. Los terroristas han de ser castigados de acuerdo con las leyes democráticas más rigurosas, han de cumplir íntegramente las penas con el fin de que, en la medida de lo posible, reparen el daño personal y social que han causado, con la esperanza de que reconozcan su gravísimo error y con la ilusión de que se rehabiliten y acepten las reglas del juego democrático. Hasta es posible que, si llegan a la convicción de que el castigo justo será inevitable, algunos desistan de cometer semejantes barbaridades, pero es moralmente reprobable -aunque psicológicamente comprensible- que el motor impulsor de nuestra indignación sea principalmente el odio incontenible y el rencor envenenado.
Y lo peor a mi juicio es que ese odio, esa fuerza mortífera -homicida y suicida-, ese veneno pernicioso, ese virus contagioso que -difícil de controlar e imposible de disimular- a veces lo alimentan los mensajes que, de manera burda o sutil, lanzan quienes profesionalmente deberían colaborar en la construcción de un modelo de ciudadano más digno y de una sociedad más humana. El rencor, como todos sabemos, nubla la vista, ofusca la razón, carcome los sentimientos más nobles, desacredita al sujeto que lo alberga y devora a la sociedad que lo sustenta. Aunque, en ocasiones, puede ser una reacción natural y momentánea a agresiones injustas, suele ser el fruto podrido de unos gérmenes que, plantados en una tierra propicia, se han regado con las turbias aguas del resentimiento. Resulta doloroso comprobar cómo, de manera permanente, los líderes políticos de diferentes signos ideológicos, con la intención de que sean más eficaces sus consignas, cargan sus propuestas e impulsan sus decisiones con la pólvora mortal del rencor, una fuerza que amplía hasta el infinito el diámetro de sus ondas expansivas gracias a la considerable ayuda que le prestamos los medios de comunicación.
En mi opinión los seres que alimentan el rencor constituyen un permanente peligro para las instituciones en las que están integrados, profanan las causas que defienden y manchan el prestigio de sus respectivas ideologías porque, paradójicamente, debilitan las razones y los argumentos en los que se apoyan y acrecientan los problemas que pretenden resolver. El rencor es un viento incontrolable que levanta tempestades e, irremisiblemente, hace zozobrar las barcas en la que juntos navegamos. Por eso hemos de abrir algunas ranuras para evitar que, cuando se supera el nivel de presión, explotemos y que los sentimientos -convertidos en metrallas- salten por los aires e impacten de manera indiscriminada en el rostro de todos los que nos rodean.