El ajedrez de Mogadiscio
La guerra civil somalí es un conflicto que varía de modo constante en función de las diversas alianzas de gobierno y milicias rivales
Actualizado:Somalia prosigue sumida en una guerra civil, apenas vislumbrada por la noticia de puntuales escaramuzas, como la que originó medio centenar de víctimas el pasado fin de semana. La captura de un barco por algún puñado de piratas concita el interés de los medios de comunicación y, sin embargo, apenas se sabe de la situación que vive la población tierra adentro.
Se habla del fracaso de un Estado fallido y suplantado por los poderes tribales, de violencia endémica y de la existencia de entidades periféricas, prácticamente independientes, pero carentes de respaldo internacional. Pero este país sufre un conflicto aún más complejo. Como en una partida múltiple de ajedrez, los jugadores rotan frente al tablero y sus complejas estrategias, a menudo, desembocan en empates técnicos que, a su vez, conducen a nuevos choques basados en diferentes alianzas, a menudo ligadas a intereses personales. La guerra somalí se reinventa constantemente. Los protagonistas varían, las coaliciones mudan. Tan sólo el drama continúa.
Los esqueletos de cemento y el asfalto cuarteado de Mogadiscio, la capital, recuerdan que esta pugna se mantiene desde hace ya dos décadas, cuando se desmoronó el régimen dictatorial del general Siad Barre. Los señores de la guerra y sus milicias convirtieron la república en un reino de taifas en el que primaba la hegemonía de los grandes clanes Darood, Issaq y Hawiya. En torno a 1992, como ocurrió en el seno de las madrasas afganas y paquistaníes, surgió un nuevo poder basado en la fe musulmana como elemento aglutinador.
Fracaso americano
La necesidad de estabilidad animó a grupos urbanos a apoyar económicamente a los combatientes reunidos en las Cortes Islámicas. Su éxito y la posibilidad de que Al- Qaida obtuviera bases en el Cuerno de África sacudieron la indiferencia de Estados Unidos, escarmentado tras el fracaso de la operación humanitaria que recuerdan las estremecedoras imágenes de 'Black Hawk derribado'. Fue entonces, en 2007, cuando Etiopía, agente interpuesto, el vecino que había fomentado la anarquía mediante el rearme de algunas facciones, invadió el país. Había que evitar la caída del Gobierno provisional de unidad, un Gabinete formado por antiguos caudillos reconvertidos en promotores generosos de la reconciliación.
El éxito militar inicial incluso alimentó la posibilidad de la reunificación y la pacificación. La utopía parecía posible. Los tribunales se disgregaron, pero la resistencia se reorganizó. El pasado enero, las fuerzas abisinias, muy impopulares, regresaron a sus bases tras demostrar su incapacidad para controlar la contraofensiva lanzada por nuevas guerrillas fundamentalistas. La autoridad también exhibía su impotencia. En medio de una situación crítica, el presidente, Abudlahi Yusuf, había destituido a su primer ministro y recibía el rechazo del Parlamento.
La siguiente vuelta de tuerca política partió de la certeza de que las fuerzas religiosas se habían convertido en un elemento indispensable para cualquier componenda y de que 'divide y vencerás', el lema de Julio César, mantiene su vigencia. Entre Kenia y Yibuti, la base francesa en la zona, se pergeñó un nuevo compromiso en torno a Sheik Sharif Sheikh Ahmed, uno de los antiguos líderes de las Cortes Islámicas en la capital, reciclado en aliado de Occidente y elegido presidente.