La aventura de África: las razones
Actualizado:Hay el mismo número de razones para visitar África como Washington. Tantas como viajeros. La mayoría, anodinas. Hacer una visita a los big five, un poco de acción entre un león y una cebra, seguir las rutas de los exploradores, lavarle el pelo a Karen Blixen frente al incendio templado en rosas y naranjas de un atardecer temprano.
Otros han teorizado más y mejor sobre la sensualidad del continente oscuro, aunque la vuelta de una choza comida por el óxido y el polvo en los arrabales de Dar es Salaam, encuentra uno la razón del viaje. África me llama porque recompone lo disuelto, recuerda lo grande y lo pequeño, lo atroz y lo encantador que dejamos cuando perdimos, no hace mucho, el sentimiento de primitivismo. Cuando dejamos de ser algo por los rincones de los absurdos parques temáticos a los que llamamos ciudades. Quizás cuando la imagen tomó el sitio del objeto.
Allí se vuelve a lo que se ha olvidado por no usar. El valor de un encuentro en un camino, de un larguísimo apretón de manos, de la vital importancia del agua, las medicinas, la tierra, las miradas, la naturaleza, el cielo, las nubes, el olfato, la vista, el gusto y el tacto.
Por eso nos gustamos y odiamos como en la primera vez, cuando conviven el susto y la caricia, la seducción y el espanto, en el instante preciso y nuevo en que se conoce de nuevo todo lo que de grande y mísero tiene el ser humano.
Parece mentira que para saberlo haya que irse tan lejos, allí, a la esquina de una chabola del frenopático inmisericorde de las tardes de Dar es Salaam, a la hora en que los hipopótamos salen del agua en busca de sus malditos 50 kilos de hierba y el hombre apura la última oportunidad de conseguir la cena. Allí, entre el polvo y el olor a humo. Para volver a aprender. Por eso viajo a África. Ya es algo.