Editorial

Cumbre en revisión

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E l inicio de la cumbre del G-8 en L'Aquila demostró las limitaciones a las que se enfrenta el foro ante los cambios que está precipitando la crisis en el orden internacional y la necesidad de repensar si no su existencia, sí al menos la operatividad de sus decisiones en un escenario con nuevas potencias emergentes y en el que ha cobrado una relevancia excepcional el G-20 ampliado. El principio de acuerdo para que la temperatura del planeta no se eleve más de dos grados centígrados con respecto a la era preindustrial y el compromiso de los ocho países que constituyen el grupo para avanzar hacia una drástica reducción de las emisiones de C02 de aquí a 2050 revitalizan la preocupación de las principales economías por el problema del cambio climático, que había quedado desplazado por las demandas más perentorias de la recesión. Pero el hecho de que tanto China como India, con modelos de crecimiento muy contaminantes, mantuvieran sus recelos ante el recorte propuesto para los gases de efecto invernadero refleja que cualquier avance no sólo en ésta, sino en otras materias sensibles, está condicionado al acercamiento de posiciones con los nuevos y grandes actores económicos. Es obvio que sin el impulso de las potencias tradicionales del G-8 no será posible caminar hacia una economía sostenible, más racional en sus parámetros de crecimiento y sustentada en un sistema financiero transparente, regulado y estable. Pero ese esfuerzo resultará incompleto y fallido sin una concertación de intereses mucho más amplia, que no sólo englobe a los estados emergentes y países que habían alcanzado en los últimos años notables niveles de progreso y bienestar -como España-, sino que tenga en cuenta, no sólo desde la ayuda condescendiente, a los más desfavorecidos del planeta. Los resultados de esta cumbre permitirán evaluar si el G-8 conserva su papel dinamizador o si éste también precisa ser revisado.