Un agente, pistola en mano, señala al fotógrafo. / EFE
VIOLENCIA ÉTNICA EN EL GRAN DRAGÓN

Las mujeres uigures se enfrentan a las fuerzas de seguridad

Las esposas de los detenidos salen a la calle para reclamar su puesta en libertad

| URUMQI Actualizado: Guardar
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En su empeño por controlar la información que trasciende sobre la revuelta en Urumqi, el Gobierno chino ha cortado Internet en toda la ciudad, salvo en el hotel Haide. Así, los más de cien periodistas desplazados hasta la remota región de Xinjiang, situada a unos 4.000 kilómetros de Pekín, no han tenido más remedio que alojarse en este establecimiento para transmitir sus crónicas desde dos pequeñas salas con sólo un puñado de disputadísimas conexiones a la Red.

Además, el régimen organizó ayer una visita guiada al barrio uigur de Sai Ma Chang, donde el domingo se registraron violentos disturbios. En principio, el interés de los guías gubernamentales era mostrar los destrozos en un concesionario quemado de coches de la marca nacional Geely. Pero tan pronto como vieron aparecer a los reporteros extranjeros con sus cámaras, las mujeres uigures se echaron a la calle para denunciar la represión y la detención de sus maridos e hijos. «La Policía llegó a casa y se llevó a mi esposo junto a otras cien personas, pero él es inocente porque no ha hecho nada», chillaba la mujer de Abulimit Mamuti acompañada de sus cinco hijos.

Ataviadas con sus tradicionales pañuelos musulmanes, y al más puro estilo palestino, las mujeres hacían un gran alarde de su dolor llorando desconsoladas, gritando mientras se golpeaban el pecho, arrojándose sobre las tanquetas de la Policía y desmayándose en plena calle.

«¡Alá es grande, Xinjiang no es China!», vociferaban cientos de jóvenes con el puño en alto ante la atónita mirada de las autoridades chinas, sorprendidas por una manifestación tan espontánea que acabó «reventándoles» la excursión que habían planeado para los periodistas.

Cañones de agua

Como la tensión aumentaba, el Ejército volvió a movilizar a los soldados y agentes antidisturbios que habían vigilado el barrio durante la noche y que, con la llegada de los periodistas, acababan de marcharse tras terminar sus tarteras de arroz sobre la calzada. De inmediato, cientos de militares y policías, pertrechados con escudos, garrotes y hasta metralletas, rodearon a los manifestantes uigures, intimidándolos con tres tanquetas con cañones de agua.

Tras comprobar que el espectáculo no era el deseado por la propaganda del régimen, las autoridades empujaron a los corresponsales hacia los autobuses para que no fueran testigos de lo que se avecinaba: una nueva y brutal represión contra los uigures.

Sometidos por el férreo control del régimen chino, los uigures son ciudadanos de segunda que temen la pérdida de su identidad cultural y no disponen de los mismos derechos que los han, que han colonizado esta vasta región del oeste de China que tiene tres veces la superficie de España y es rica en petróleo y minerales. Frente a la sociedad armoniosa que propugna Pekín, las abismales diferencias sociales y económicas entre los han y los uigures continúan encendiendo la mecha del odio interétnico en la China del siglo XXI. Un gigante que aspira a ser la próxima potencia mundial, pero donde su estabilidad es tan artificial que sólo depende de la mano dura del Gobierno.