EL CANDELABRO

Antitaurinos

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El domingo por la tarde estuve en un sarao caluroso, pasional, multitudinario... Presencié en la Monumental de Barcelona el encierro de José Tomás con seis toros. No voy a entrar a valorar el lucimiento de Tomás, porque para eso ya están los críticos. Tampoco voy a autoproclamarme tomista, tomasista, ni tomasoquista, que es lo que en realidad son los que siguen con fervor a este arriesgado (y algo suicida) torero. Pero sí confesaré que, aunque de natural inconstante, soy aficionada a los toros y, como tal, disfruté de la corrida.

El peligro de verdad lo sentí al salir de la plaza. Allí, apostado frente a la Monumental, y rodeado de Mossos d'Esquadra, había un grupito de vociferantes antitaurinos esgrimiendo sangrientas y carniceras pancartas, a cuyo lado lo que acababa de ocurrir en el ruedo me pareció Disneylandia. Más que pedir la prohibición de la fiesta se diría que protestaban contra el cine de Tarantino. Los antitaurinos no llegaban a veinte. Lo sé porque los conté. La mayoría eran mujeres, exaltadísimas, que nos gritaban: «¡Asesinos, asesinos!» Y como quiera que no nos inmutáramos (a los taurinos la insensibilidad se nos supone), una quiso ir más allá y nos llamó a voz en grito: «¡Extranjeros!», dando por hecho que para ella no había insulto peor.

«¡Morid sufriendo como los toros!», bramaba otra, desencajada, con el rostro rojo y congestionado de ira. «¡Morid torturados!», repetía. Era una señora con pinta de tener la casa llena de gatos y perros, y tal vez algún canario enjaulado. Sonreí con alivio al pensar que, aunque me gustan los toros, jamás llegaré al extremo de desearle la muerte al que piense lo contrario. Ni les deseo la muerte de un toro de lidia, ni la vida más horripilante aún (pues el terror psicológico hace sufrir más que el gore), de ese perro sedentario y absurdamente humanizado, o del pobrecillo canario.