Larsson y el ascensor
Actualizado:Radical, obsesivo y gordo, cincuentón, caótico, desordenado, asocial, nervioso e insomne, pobre, idealista y fumador compulsivo. Stieg Larsson, autor de la trilogía Millenium, encumbrado ahora por los lectores curtidos y también por los neófitos, fue un bicho raro, troskista en pleno siglo XXI, que participó activamente en las revoluciones socialistas de Granada y Eritrea, que dedicó su vida a una publicación sesuda, crítica y minoritaria, y que sintió tal desprecio por el dinero que se olvidaba de cobrar los escuálidos cheques que recibía por sus colaboraciones. Como buen fracasado, decidió no tener hijos, porque no tuvo padres, ni comprarse una casa, y depositó todas sus esperanzas en un empeño escurridizo, casi imposible: escribir por las noches cinco novelas que le garantizaran una jubilación digna, que vendieran millones de ejemplares (¿por qué no?) y que no hablaran de magos pubescentes, ni de catedrales rancias, sino de las trampas del sistema y de la represión, sutil o explícita, que sufren las mujeres en todo el mundo. Pero el ascensor de Expo, la revista en la que trabajaba, se estropeó. Y Larsson, con veinte cafés en el cuerpo y tres cajetillas de Lucky, tuvo que subir por las escaleras. Y los perdedores son perdedores hasta el final, así que el corazón le dijo basta, y Larsson murió en una ambulancia, camino del hospital.
Ahora, las amas de casa y los profesores de literatura conocen su historia, y sienten cierta empatía por sus peripecias de autor rebelde, de triunfador post mortem. Pero habría que haberlos visto en el cara a cara, en el día a día, tratando con un neocomunista gordo y renqueante, ácido y somnoliento, que hablaba de novela negra y de injusticia social...