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enmiendas al paradigma

¡Ay, vaporcito del Puerto!

Jaime Pastor Rosado |
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De vez en cuando, como al parecer ocurre ahora de nuevo, prosaicos motivos económicos –que no las olas– tornan incierto el rumbo de ese barquito entrañable, doméstico y persistente. Su elegante y pausado ir y venir por las aguas de la bahía es, al parecer, un anacronismo que le hace insostenible en términos económicos.

La rentabilidad, ay, pone en entredicho esa costumbre que tiene el vaporcito del Puerto de bordar cada virada, de ejecutar a conciencia cada balanceo, de entrar al trapo a las provocaciones del levante, o del poniente, que rara vez han conseguido abortar su empecinado y noble afán por cumplir con el viajero. Catalogado como Bien de Interés Cultural, el vaporcito del Puerto parece condenado al destino de ese tipo de bienes: o una precaria existencia en continuo sobresalto, o la desaparición. Los catamaranes, la velocidad, es decir, el progreso, ese acelerado modelo de progreso que nos hemos dado por bueno, tiene herido de muerte al vapor del Puerto. Demorarse en el trato amable con las olas es, al parecer, un ejercicio poco práctico en un mundo que corre y corre sin saber muy bien hacia dónde.

¿Nostalgia? Puede que sí. Pero no deja de ser cierto que somos desatentos con el pasado. Vivimos en un mundo de usar y tirar, y ese hábito lo hemos extendido a todos los órdenes de la vida. Así, sólo soportamos el pasado cuando lo contemplamos congelado e inerte en los museos, como espectáculo meramente visual, sin demasiado anclaje en nuestras vidas.

En cambio, nos sobran, e incluso nos molestan, los símbolos vivos de ese pasado. Con el vapor del Puerto no perderíamos sólo un medio de transporte, también se nos privaría de una forma exquisita de enlazar con el pasado. La música de la vida pierde una parte importante de su riqueza y variedad si suprimimos el lento y nostálgico adagio que ejecuta el vapor del Puerto en su diario transcurrir sobre las aguas de la bahía.

De nuevo se apela a las instituciones para que encuentren una solución airosa para el vaporcito del Puerto. Se le ofrecen cometidos alternativos. Pero el problema no es del vapor, sino de la gente con prisas. Es esa prisa que pretende ganar unos minutos para no se sabe qué.

La prisa que ha herido de muerte al vapor es la misma prisa que nos ciega en las carreteras, por ejemplo, y que con frecuencia nos acerca más rápidamente a la nada. Es el precio que, sin saber bien el porqué, pagamos por un progreso mal entendido, diseñado a prisa y corriendo.

Creo recordar que, no hace mucho tiempo, una conocida marca de bebidas ofreció a la empresa del vapor cierta cantidad que podría haber supuesto un alivio duradero. A uno, que tantas veces ha cruzado la bahía plácidamente mecido por el vaporcito del Puerto, le cuesta imaginarlo navegando pintado de rojo y blanco, los colores corporativos de la multinacional Coca-Cola. En buena hora aquella oferta de supervivencia que el mundo interesado y arrogante de la publicidad hizo al vapor del Puerto no llegó a fraguar. Hubiese sido la prueba de que el dinero lo puede todo, cosa que sigue estando por demostrar mientras el vapor continúe ahí, contra viento y marea.