Legañas
Actualizado:Hemos regresado a los tiempos de las tinieblas. Y, para colmo, con legañas. Obispos y políticos ningunean la pederastia como si fuera un invento infantil; ignoran a los niños muertos a fuerza de patadas, cuerpos rotos y almas quebradas porque no existen estadísticas y no son ni linces ni fetos; la memoria se ha convertido en el campo de batalla de quienes se niegan a recuperar la memoria familiar de sus asesinos. Los intelectuales comprometidos escasean y son represaliados. Los que, sin que les corresponda, intentan arrogarse tan complejo papel, no son sino garrapatillas al servicio de patrones que premian, con curritos o conferencias, su bajada neuronal de pantalones. Y los que quedan serios, comprometidos, valiosos, hijos de la memoria de los oprimidos, a esos otros falsos intelectuales, murmuran con sonrisa de sapo envidioso, «están trasnochados, joder».
Intelectuales, al estilo de Séneca o Cicerón, seres lúcidos aplicados a iluminar con su pensamiento riguroso la sociedad que les toca, incluso comprometiendo vida y hacienda en las causas éticas, de esos tenemos pocos y los tenemos casi amordazados. Son jueces como Garzón, que no logran quebrarlo y desean quemarlo en plaza pública; escritores como Manuel Rivas o Almudena Grandes, que colocan la mirada en la herida que otros pretenden olvidar hasta que se pudra; poetas como García Montero, a quien mi amada ciudad de Granada se permite el lujo de abandonar para dar cabida a esos otros sapos de envenenada sonrisa tan dispuestos a maltratar a los muertos porque ya no les van a responder. Decía Montalban que cada cinco años, la derecha renovaba su cuerpo de pensadores a mayor gloria de su defensa, pero, para que se diera una generación de pensadores a favor de los pobres, se necesitaban cien años de paz. Eso sí, cucarachas que se ven a sí mismos como intelectuales, nos sobran.