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De la Hermandad de Jerez. / JUAN C. CORCHADO
Jerez

Costalero de la Virgen

El autor relata en el siguiente artículo las sensaciones experimentadas al portar sobre sus hombros el Simpecado de la Hermandad de Jerez

JOSÉ VEGAZO
| ALMONTEActualizado:

No pocos conocerán que soy costalero. De hecho, en muchas ocasiones les he contado alguna aventura, anécdota o historia relacionada con el mundo de la costalería. Por eso, no creo que a nadie extrañe que hoy titule así este artículo, cuando acabo de llegar a mi casa tras cinco días en el Coto de Doñana y mi medalla del Rocío aún cuelga en mi pecho. No he terminado de quitarme los botos, aún no me he duchado. Simplemente, quería contarles una tradición que desde hace años viene ocurriendo cuando la Reina de las Marismas se asoma por Jerez.

Soy hombre de costumbres, así que me gusta descansar tranquilamente mientras los almonteños saltan la reja. No participo de los tumultos que se forman alrededor de la Señora, y de hecho me gusta verla en las grandes explanadas, sin grandes agobios. Así que mi madrugada comienza sobre las cuatro y media o cinco de la mañana, bastante antes de que la Virgen del Rocío asome siquiera por Triana. Allí, a media distancia, me gusta disfrutar en la soledad viendo a la Señora avanzar sin prisas pero sin pausas, aupada por el cariño y el esfuerzo de un buen puñado de hombres que desde que saltan la reja no abandonan a la que es dueña de Almonte.

Algo más tarde, voy a casa, descanso, y me preparo para uno de esos momentos que, aunque gracias a las nuevas tecnologías ya se pueden revivir, hay que estar en el sitio para poder contarlos. Senderos, el grupo de las sevillanas imposibles, se agarra a una barandilla para cantarle al Rocío unas letras en las que el tiempo se para. Este año ha sido a las nueve de la mañana, justo después de pasar por la hermandad de Huelva, donde una petalada de ilusiones adorna el paso de la Señora por la explanada. Es hora de descansar de nuevo, de reponer fuerzas en mi casa de esquina de Muñoz y Pabon con Bellavista, tomarme un buen café caliente con mi gente, y prepararme para uno de los momentos más especiales del Rocío.

Todo comenzó hace unos años, cuando gracias a unas gestiones de Antonio Montero me vi cogiendo en hombros al Padre Alexis, mientras José Luis Erdozáin cogía al secretario que llevaba el Simpecado. Era otra Junta de Gobierno, eran otros criterios, pero el caso es que allí estaba yo, en primera fila de la llegada de la Virgen a la Casa de Hermandad. Desde entonces, me di cuenta que yo quería estar siempre ahí. Años después, las cosas cambiaron, y me tocó coger a mí al secretario de la hermandad, que eleva sobre sus hombros el Simpecado que realizara Fernando Calderón cuando la Blanca Paloma se acerca a Jerez. Subir a la Virgen, pensé. Lo más alto posible. No sé si me dejarán, claro, han cambiado las personas, igual el nuevo secretario ya tiene que lo coja.

Y resultó que allí estábamos los de siempre, y que nos buscaban con los brazos abiertos. Manolín, Casitas, Chico Jorge, un servidor.. Mientras al resto se le cerraban las puertas, a nosotros nos las abrían de par en par, dejándonos el privilegio de ser, aunque fuera por el minuto y diez segundos que este año ha estado la Virgen en Jerez, costaleros de María. De una forma muy particular, por supuesto. Pero ayer tuve sobre mis hombros el Simpecado de la Hermandad de Jerez, un privilegio del que cada año sólo cinco hombres podemos presumir. Y desde aquí imploro que jamás me quiten ese privilegio, porque ser costalero de María es una de las sensaciones más impactantes que un cristiano puede vivir. Se lo puedo asegurar.