TOQUE DE ALBA

El Jardín de la Virgen

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L o que no se conoce no se ama de verdad. Una frase bonita, ¿eh? Pues posiblemente no se hagan ustedes una idea lo suficientemente fundamentada que está su validez en el caso del Parque Nacional de Doñana. No se concibe pasar por la vía pecuaria sin ir paladeando los detalles de la rica topografía cotera.

Y la toponimia genuina y también la sobrevenida -todas, al fin y al cabo, son esto último- que genera, la nomenclatura de parajes del Parque, lleva consigo siempre la carga que la historia le ha ido dejando. Limo que penetra, que fertiliza generosamente. Eso es, como el mismo nacimiento geográfico de esta maravilla de la Naturaleza.

La segunda jornada de Camino hemos amanecido, como es habitual, junto a la casa del guarda del Cerro del Trigo, donde el pilón de las duchas con cubos que alguna vez nos vieron en bolas. Pero Jerez lo bautizó con el nombre de La Carbonera. Lo hizo por la historia de una primera pernocta, aquella de la peña El Quema cuyas mujeres amanecieron con la cara completamente ennegrecida por los tizones presentes sobre el firme de ese sitio de histórica producción de carbón vegetal. Y luego los cortafuegos, cada uno con un nombre diferente. Y el Cerro de los Ánsares, cielo de lugar y lugar que asciende al cielo el tono de la Romería de Pentecostés.

El imponente rociero Andrés Cano Cordero hizo, creo que ya en aquellos años setenta de su peña pionera con el simpecado por el Coto, un estudio, muy primario pero inmensamente valioso entonces, de los cuarenta kilómetros de vía pecuaria que separan el Guadalquivir de El Rocío. Una tarde de cafelito agradable, compartido con él y con Paco Holgado, lo puso a mi disposición. ¡Qué delicia saber el porqué de cada uno de aquellos nombres: Malandar, El Faginado, La Plancha, Marismillas, El Carrizal...! ¡Y qué arte, por cierto, el del padre Alexis en la misa recién concluida en Los Ánsares, cuando me pongo a escribir!

Antonio Montero, siempre muy cerca de donde haga falta acolitar una celebración, me mira durante la eucaristía y hace un gesto inconfundible. Luego, tomando un vaso, en El Cancelín, hemos disfrutado comentando los gozos de la liturgia enmedio de la Naturaleza viva de Doñana, casi tanto como ocurría mientras tenían lugar esos detalles objeto de tertulia. El viernes siempre es día que pone muy cerca lo sublime de lo humano. El Rocío, de hecho, es así en su conjunto. Pero la espiritualidad posible en el Cerro de los Ánsares y la bajada inmediata para el disfrute gastronomómico, para convivir y también para combeber, lo dicen todo, absolutamente todo.

Todo es sana culpa, en gran medida, del que llamé una vez El Jardín de la Virgen. Y con el micro abierto uno no sabe explicarlo como el marco merece. Estas líneas, sin embargo, me ayudan en parte a sacarme la espina. «Adelante, compañeros...», me dice Fefo escenificando graciosamente, a su estilo, los directos que jalonan El Rocío de la radio mientras el portátil, con algo de arena sobre el teclado, dibuja, negro sobre blanco, las subjetividades del viernes de Camino.

La noche la pasamos ya en la Aldea, pero mientras pasamos ante Palacio y dejamos en La Raya, a la derecha, lo inhóspito de Guaperal, la mirada ya no está puesta más que en la imagen de la Señora.