ANÁLISIS

Demasiados sospechosos

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L a vida política española, que de alguna manera hay que llamarle a la trifulca que tenemos, se ha llenado de sospechosos. Los hay de todos los pelajes, pero abundan más los de medio pelo. Incluso hay gente que se ha hecho sospechosa por el hecho de no infundir la menor sospecha. En este momento la investigación judicial por el espionaje a rivales de Esperanza Aguirre, por un supuesto delito de malversación de caudales públicos, alcanza uno de sus capítulos más emocionantes: hay ocho «agentes» del Gobierno de Madrid acusados de espionaje.

A los espías de la última hornada les ha favorecido mucho que no se les exija llevar uniforme. Los de otras épocas, no menos turbias, pero sí más ocultables, se identifican con facilidad porque llevaban gabardinas claras de exhibicionista y gafas de sol, pero ahora no hay manera de reconocerlos. La juez que instruye el caso ha pedido a la compañía MoviStar de Telefónica que facilite el «posicionamiento» de varios números de teléfonos del personal de confianza de la Dirección General de Seguridad Ciudadana. No parece que hayan logrado la conexión. Seguramente todos esos teléfonos estaban comunicando.

La desconfianza del pueblo se extiende como una pandemia. No nos fiamos ni de las personas que elegimos, ya que para elegirlas hay que escoger entre las que se presentan. Nos sorprende que entre nuestros políticos haya tan pocos suicidas y tan pocos pobres. Eso de quitarse la vida, como ha hecho el ex presidente de Corea del Sur, acusado de corrupción, no se lleva. Aquí nadie se quita la vida: todos se conforman con amargárnosla. Se resignan a mejorar la suya y no se les cae la cara de vergüenza cuando les llaman sospechosos. No por falta de cara, sino de lo otro.