Editorial

Tragedia olvidada

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L a decisión de la guerrilla separatista tamil de deponer las armas 37 años después de su constitución y tras un cuarto de siglo de cruento enfrentamiento con las fuerzas del Gobierno de Sri Lanka supone la rendición de uno de los movimientos terroristas más temibles del mundo ante el asedio al que le había sometido el Ejército, arrinconándole en una lengua de tierra de apenas doce kilómetros cuadrados al noroeste de la isla. Un espacio para la guerra que iba menguando cada día hasta hacerse asfixiante para una población civil acosada por los excesos de los contendientes y una catástrofe humanitaria que ha dejado un estremecedor rastro de 70.000 muertos en los últimos 25 años; la ONU calcula que al menos 6.500 de ellos perdieron la vida sólo entre enero y abril de este año. Unas cifras que llevan por sí mismas a congratularse de que el alto el fuego unilateral de los tamiles desemboque, en lo inmediato, en el fin del sufrimiento para las familias de las víctimas y los miles de desplazados que ha provocado un conflicto largamente olvidado. Su sangrienta huella no sólo exige que se conozcan las atrocidades que hayan podido cometer tanto los Tigres Tamiles como el Ejército ceilanés, para los que el Gobierno británico ha reclamado una investigación por crímenes de guerra. El drama de los damnificados también interpela a una comunidad internacional que se mostró incapaz no ya de frenar el conflicto, sino de impedir que se masacrara a tantos inocentes. Resulta tristemente elocuente que tras meses de recrudecimiento al límite de la situación el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas instara el 13 de mayo -es decir, hace cinco días- a ambas partes a que protegieran a los civiles.