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Jerez se conmueve con la belleza lírica y la grandeza épica de José Tomás

El de Galapagar bordeó el toreo en una tarde redonda y cortó cuatro orejasSalió a hombros junto a El Cid, que obtuvo dos apéndices del sexto

PEPE REYES
| JEREZActualizado:

Los muletazos, profundos y bellos, parecían violines cuya música fuera el mismo azul del cielo o el cansado oro de la arena. Inundados por un ventarrón estético de desmesurada plasticidad, los tendidos parecían sumidos en la embriagadora frescura que sólo el toreo más puro y más bello puede provocar.

José Tomás, auténtico mito de multitudes, justificó ayer en Jerez los motivos de su cetro en la torería. Derramó la más exquisita de las poesías con su noble primer enemigo y escribió páginas de auténtica épica en la valerosa lidia del complicado quinto. Se hizo presente en el ruedo con una imagen del toreo a la clásica usanza: enjundiosas verónicas cargando la suerte y flexionada la pierna contraria. Prosiguió con un galleo relajado y garboso por chicuelinas, para dejar al toro en el caballo, y rubricó su completa labor capotera con un primoroso quite por delantales, plenos de armonía y plasticidad.

Inició el trasteo del noble y bravo animal con estatuarios de impávida inmovilidad, rematados con un precioso cambio de mano. La faena, que parecía tallada a golpe de cincel, goteaba afán de excelsitud en cada pase y parecía quemada por todas las hogueras del toreo verdadero. Las tandas de derechazos y naturales se sucedían en progresiva superacíon de perfección y belleza. Circulares, pases de la firma, pases de pecho, ayudados por alto, por bajo...pero todo muy ligado, muy templado, exageradamente ceñido. Aunque la estocada disfrazó de guardia a su oponente, obra artística de tal magnitud hubo de ser recompensada con las dos orejas. Cuando el fragor ardiente de tales sensaciones aún abrasaban el coso jerezano, José Tomás engrandecería aún más su gesta en esta tarde inolvidable.

Valiente y estoico

Frente a un toro huidizo y corretón, que incluso se aquerenció en chiqueros durante el segundo tercio, el torero de Galapagar, relajado, majestuoso, lo retó impávido en el toreo en redondo. Aguantó cuantas miradas, probaturas y coladas le dedicó la res y, a fuerza de mantenerse firme, los muletazos cada vez se dibujaba más largos, más ligados, más macizos. Un torero valiente, estoico, casi de otra dimensión, había construido una artística faena a un toro de nula condición. Manoletinas escalofriantes constituyeron emotivo preámbulo a una gran estocada.

No debe ser nada sencillo cumplimentar el último acto de un festejo tras la eclosión sucedida. Pero El Cid demostró su casta torera y fue capaz de firmar con el sexto una faena sobria, pulcra y elegante. Credenciales que ya había presentado en el tercero, al que dibujó verónicas de extremado gusto y suavidad y con el que perdió trofeos por el mal uso de los aceros. Dos toros sosos, sin casta ni fuerzas, constituyero el pésimo lote de Padilla, que sólo pudo destacar en lucidos tercios de banderillas y en arrebatadores pasajes a porta gayola o en muletazos de rodillas. Su gran estocada le valió la oreja.

El público volvió a salir de la plaza como antaño sucedía, dando pases calle Circo arriba. Y dispuesto a contar lo que había visto esa tarde: algo grande, muy grande.