Carlos Castilla del Pino, el 'psiquiatra rojo'
Actualizado: GuardarE scribía ensayos como si fueran ficciones, narraciones como si fueran memorias y recuerdos como si fuesen terapias. Carlos Castilla del Pino fue un cazador de emociones, un descodificador de vicios y virtudes, un humanista en un tiempo deshumanizado.
Anticlerical y agnóstico, antimilitarista, le llamaron el psiquiatra rojo, porque militó en el PCE, aunque discrepara abiertamente de los excesos del castrismo y a pesar de que al final de su vida atemperó seriamente la gama de colores. Para celebrar la muerte de Franco, eso sí, dejó de fumar lo que no le impidió años después sufrir un traspiés cardíaco después de subir a un castillo cátaro. Antes, había sido capaz de tumbar al imaginario de aquella tiranía en el diván de su dispensario de psiquiatría de Córdoba, pero asistió con impotencia y rabia a la muerte de cinco de sus siete hijos: quizá el cáncer que se lo llevó a la tumba fuera una lenta decantación del dolor que a menudo turbaba su rostro con frecuencia, a su vez, afable y pasional; intenso siempre, como aquella caricatura de sabio sin distracciones con que le calcó su paisano Andrés Vázquez de Sola.
Llegó a apoyar a Felipe González, pero alzó su voz contra José Barrionuevo por la guerra sucia contra ETA. Era coherente, pero no era previsible. En ello convenimos quienes le tratamos más o menos de cerca durante los veinte años que dirigió un seminario anual para los Cursos de Verano de San Roque, que promoviera Jorge Enjuto y que prosiguiera su amigo Juan Gómez Macías.
Hijo predilecto de su patria chica y de la provincia de Cádiz, también fue Doctor Honoris causa por esta Universidad, aunque en sus últimos años se atrincherase en su casa cordobesa de Castro del Río. Amaba tanto la literatura que llegó a decir que conocía más a Anna Karenina por lo que de ella escribió León Tolstoi que a su propia mujer. Con la primera de ellas, Encar, tuvo cinco hijos de los que sólo dos le sobreviven. La muerte le sorprendió junto a Celia -a quien llamaba Tch-y con la que compartió «sosiego, confianza y complicidad» durante los últimos veinte años.
Siendo apenas un adolescente, vivió una masacre: el río de sangre del 36 bajaba por las calles de San Roque, manchando a su propia familia que huyó a Gibraltar y acabando con la vida de su primer maestro, Gabriel Arenas. En gran medida, sus convicciones siempre fueron empíricas: una caída juvenil le partió la nariz y ello le llevó a apreciar considerablemente cada gramo de aire que respiraba. Y a considerar que nunca hay suficiente aire libre: «Miro hacia atrás y reconozco el privilegio de haber vivido una vida en la que me ha sido posible sobreponerme a tremendos sinsabores, y superar esos cuarenta años de la etapa más dramática de la historia contemporánea de España, una etapa oscura, cruel, opresiva, de una mediocridad sin límites impuesta a la fuerza», escribió en Pretérito imperfecto.
Agitador cultural
Era un liberal de los antiguos, esto es, de izquierdas, un agitador cultural más que un agitador político, que ofició como intelectual en un país donde prima la fe del carbonero. Con el mismo afán que desenmascaró a la tristeza y a los tabúes sexuales, despojó de misterio al sentido de culpa que arrastraba este país esencialmente católico. Reflexionó sobre la intimidad y sobre la incomunicación, pero también sobre el delirio como un error necesario. A su vez, solo o en compañía de otros en aquellos inolvidables cursos sanroqueños, divagó sobre la envidia, los celos, el odio, el concepto de locura y el de muerte. En cierta medida, a lo largo de su vida, ejerció como una suerte de detective del cerebro que seguramente incluya eso que algunos llaman alma: «Sin los sentimientos seríamos prácticamente muebles», afirmó en cierta ocasión, aunque los bienpensantes se le echaron encima.
Pronunciaba frases como puños. Pero solía decir verdades tan puñeteras que no nos dábamos cuenta de su certeza hasta que las había enunciado. Amigo de poetas, cómplice de filósofos y pintores, aseguraba que «la fantasía, que nadie lo dude, es la ortopedia del sujeto». El también la necesitó cuando los bienpensantes le aislaron. Ahora, es una leyenda, pero durante buena parte de sus días fue un sospechoso habitual que rompía ventanas del pensamiento para orear el desván de nuestros miedos.