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Duermen bajo las aguas

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El arco de Gibraltar abraza al santuario ballenero del Mar de Alborán, lo mismo que los castillos de Santa Catalina y de San Sebastián resguardan a La Caleta para que Sir Francis Drake no vuelva de las tinieblas a llevarse los tanques de cruzcampo del bar más cercano como si fueran aquellas dos mil pipas de vino con que arrambló siglos atrás en las bodegas de El Puerto de Santa María.

Bajo dichas aguas respectivas, se echaron posiblemente a dormir Juan Luis Cervera y Jesús Sierra. El primero de ellos-- capitán de navío como su propio nombre indica--, navegaba a bordo del crucero Betelgeuse, perteneciente a la Escuela de Suboficiales de la Armada.

Mientras participaba en una regata, una ola le atrapó cuando gobernaba el timón desde la bañera del buque en el que también viajaba uno de sus hijos. El segundo apenas levantaba 34 años de edad y se había lanzado a las aguas de los duros antiguos para reparar el cabo de una boya en el fondeadero que tanto frecuentaba Fernando Quiñones y que sigue avizorando Paco Alba, al que una guía turística confundió razonablemente en su momento como un viejo lobo de mar, dada la apostura de la gorra presuntamente náutica que corona a su busto de marinero en tierra.

El joven buzo tenía un título con dos estrellas, un equipo completo y una larga experiencia para no tener demasiados problemas en bajar cuatro metros tan sólo, que sin embargo no volvió a subir vivo.

Alguien debería promulgar una ordenanza para que ese tipo de gaditanos nunca causaran baja en el censo. Que un hijo de Cádiz muriese en el mar, tendría que ser considerado como una especie de muerte en acto de servicio.

A fin de cuentas, hay otra ciudad sumergida que nos rodea, la que empieza en La Atlántida y muere en los pecios de la batalla de Trafalgar, la que huye eternamente del tsunami de Lisboa en el istmo de Puerta Tierra y la que intenta inútilmente llegar a esta orilla desde las costas de eso que siempre llamaban el Tercer Mundo.

A menudo, se nos olvida que seguimos siendo Gabriel Araceli y Juan Cantueso, que nuestro retrato robot es el de la Gades de Vasallo contemplando la línea de sombra por si algún día vuelven los galeones de la Carrera de Indias o el rey don Sebastián en el ferry de Tánger. Ahora, creemos que desde el mar tan sólo llegan turistas a bordo de los grandes trasatlánticos. Pero estos mismos puertos vieron no hace mucho a Juan Sebastián Elcano retornar sin Magallanes, a los muñones de la guerra de Africa y a los cadáveres del 98, cuando más allá de las columnas de Hércules acechaban desde antiguo los monstruos del imperialismo y la razón de la aventura.

Juan Luis y Jesús duermen bajo las aguas, como los compañeros de Ulises y los de Cabeza de Vaca, como el pulpo al que chuleaba Pericón y los barcos cargados de tesoros. Entiendo que a sus familias no sirva de un gran consuelo semejante panegírico, pero creo que es mejor que uno tenga por muerte la vida que ha elegido, en vez de perecer ahogado en las procelosas profundidades del mar muerto de la rutina. A fin de cuentas, unos y otros nos terminaremos encontrando más temprano que tarde en el mar de Jorge Manrique.

Que es el morir, si no mal recuerdo.