EL COMENTARIO

Caldo conyugal

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En una de mis novelas aparecía una pareja que trabajaba en una pequeña tasca, codo con codo. El protagonista decía de la pareja algo así como que sus integrantes habían llegado a la semejanza fisonómica, y más que cónyuges parecían hermanos, después de miles de horas de hervir juntos en el caldo conyugal descolorido e insípido de una convivencia autista y ya no deseada.

La soledad obligada te come el alma; pero la convivencia muerta, que es otra manera de soledad, no por solapada menos profunda y vampírica que la unipersonal, resulta espantosa. Lo pensaba al observar a una pareja, hombre y mujer, todavía jóvenes, que paseaba uno detrás del otro, a un par de metros de distancia física y mucha más mental, ensimismados, cada uno con un niño. Intuí en sus caras, en su aislamiento, que estaban hartos el uno del otro, pero por razones quizá de miedo económico o vital, o ambas, seguían y seguirían juntos. Bien podía equivocarme y simplemente acababan de tener una bronca y estaban mosqueados, pero eso no coarta las elucubraciones a las que me lleva la deformación profesional. Pensé en que no hay más que una vida y que el único patrimonio que tenemos es el tiempo. Que como dice Lou Reed, take a walk on the wild side; que es mejor la equivocación y el riesgo a resignarse, a aceptar la derrota y el desamor como mal menor, porque es mentira y en realidad es un mal mayor. Y que entre la pena y la nada, es siempre mejor la pena.

Y la lucha. Por fortuna, mi pareja no me arruinó la mañana. Él la alcanzó a ella y le puso una mano en el hombro; ella le sonrió y se besaron suavemente, con sensual complicidad. Me demostraron una vez más que los escritores no sólo tenemos la osadía de contar historias, también nos las inventamos sin base real alguna.