La vergüenza
Actualizado: GuardarNo se puede pedir optimismo cuando ni a los toreros les queda vergüenza torera. Que si la tuviesen, Fran y Cayetano hubieran acudido al I Memorial Francisco Rivera que organizaba su primo Canales en Zahara. Que si era precipitado, que si uno no torea en portátiles, que si la abuela fuma. Esas fueron las excusas de una ausencia más que injustificada, deplorable, absurda, cobarde, oiga, que si uno tiene que ir a un memorial por su padre, va. Y punto. Así lluevan banderillas de punta. Pero es normal. Es chachi, cada uno a la suya, símbolo de una fiesta que se pudre como un ballet humanizado, esterilizado de épica, un chuflerío.
Fuera del ruedo, las cosas no están mucho mejor. Si los toreros no tienen vergüenza, los demás, menos. En San Fernando se han dado cuenta de que se han llevado auténticas carretillas de dinero, aunque nadie las ha visto salir. Y eso que abultan.
En las empresas, lo mismo. Tras las lujosas caobas de las mesas de sus despachos, cientos de miles de magnates y otros tantos mangantes se muestran asombrados de la que se les ha venido encima. ¡Huy! Y como solución irrenunciable optan por volver a las condiciones laborales del siglo XIX, con excusas y mirada de pena y asombro, como si las hojas no fuesen a caer en otoño, como si manadas de idiotas de los de 100.000 al año no hubieran caído en que después de la calma venía la tempestad.
Y piden ayuda. Al Estado, para que pague la roncha, al trabajador, que los ponga encima de la mesa. Que deje a su mujer, a sus niños y a sus amigos por arrimar el hombro, que pierda la salud sin un aumento, que muera solo en la guerra de otros, como si fuera a heredar algo de la sangría.