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Adolfo Fernández interpretó al fundador de la Legión. / VICTOR LÓPEZ
Sociedad

Pobre zombie histriónico

La última obra de Antonio Álamo con Adolfo Fernández puesta en escena en el Muñoz Seca resucita al fundador de La Legión, Millán Astray

GERMÁN CORONA
| EL PUERTOActualizado:

Cantando bajo las balas de Antonio Álamo es, -según el lujosísimo cuadernillo que acompaña la representación-, la crónica en clave cómica y musical del primer acto oficial franquista de la historia, (.) narrada por el cadáver invicto del general José Millán Astray, fundador de La Legión. Y casi todo esto es cierto. La obra es eso: una crónica en clave musical pero sin humor.

Ya en otras ocasiones me he referido a los programas de mano en los espectáculos y su inutilidad, pues nos cuentan la mayoría de las veces, aquello que con seguridad no constataremos en escena; sino las divagaciones y disparates de sus creadores y colaboradores. Resulta lamentable muchas veces, -como en este caso-, la cantidad de palabrerías, seudo-estudios de la obra de turno, las justificaciones, las adulaciones y parafernalias que se pueden volcar en estos panfletos para hablarnos de una supuesta intencionalidad del montaje y que al final no tienen nada que ver con la realidad.

Como punto de partida, la idea de resucitar a Millán Astray es sugerente. Pero utilizar la narrativa y no la dramática para un texto teatral, se convierte en un reto difícil de defender. Y no me refiero a que se trate de un monólogo, sino a que a la obra le falta acción en general y en todos sus componentes. Con estas premisas, la obra termina abocada al discurso aburrido y plano pese a las florituras musicales de su protagonista.

Adolfo Fernández en el papel del legionario, no construye un personaje, sino que simplemente hace alarde de sus recursos vocales. Canta y bien, atreviéndose con un tango, un chotis y algún que otro estilo. Su entrenada voz termina convirtiéndose en cansina para un montaje falto de creatividad y que derrocha monotonía en todo momento.

¿Se puede tener a un actor parloteando toda la función en proscenio y bajando de vez en cuando de forma insulsa al patio de butacas durante una hora y media? Pues si, aquí se hace; y ni el texto, ni el gorgoreo del actor, ni la aburridísima concepción espacial de la obra llegan a contarnos nada relevante. Lo más crudo de todo esto es que, como siempre, quien da la cara es el actor, y aquí, autor y director son los responsables de este desaguisado que deja muy mal parado al histriónico zombi. No hay nada más patético para el espectador que entrar al teatro y salir igual que entró. Vacío.