Dolor público
Actualizado: GuardarEl tormento, el personal vaya, no agradaba ni a griegos ni romanos. A los emperadores y mandarines, tampoco. Otra cosa era presenciar el dolor ajeno, infligirlo y aún encontrar en ello morboso placer. El cristianismo elevó el dolor, el sacrificio y los tormentos físicos a categoría de santidad. No crean que se nos ha pasado el gusto. Esas lágrimas, esos cantos desgarrados, al paso de la Virgen con el corazón apuñaladito o al Cristo coronado de espinas y sangre, se han convertido en seña de identidad cultural. No existe vida de santa que se precie que no haya sufrido el tormento físico de algún emperador; y cuando ya fueron legales, encontraron en la mística doradas espinas para su carne ansiosa. Nuestra Semana Santa, tan del agrado de los biempensantes liberales, dedica una semana entera a la catarsis de los fieles, y no fieles, sobre el sufrimiento, en pasado y ahora bordado en sedas y oros, de los máximos exponentes del dolor.
Fotos de niños tras el desaparecido telón de acero tratados como bestezuelas por los medios públicos; sufrientes náufragos de la miseria cuyos cuerpos lucen, deshidratados y atravesados por lanzas de hambre y sed, en nuestras playas; cadáveres con los ojos abiertos deambulando por entre la desidia de un primer mundo en crisis.
Pero, sobre todo, que alguien coloque sobre el pecho de mi Virgen de la Esperanza, o de mi Macarena, la foto de esa niña paquistaní, diecisiete años, azotada con dura vara, en plaza pública, y sostenida por una mujer, tal vez su propia madre. Flagelada por mantener relaciones ilícitas. Y créeme, virgencita, ella no fue voluntaria al suplicio, ni esperaba que sus carnes masacradas sirvieran para elevar a santidad su dolor. Foto que no he leído comentar en ningún medio, y cuya peor imagen es la de esa madre, tan dolorida imagino como la hija, que ha de sostenerla para no ser ella misma flagelada y toda su familia sometida a torturas mayores. La sharía, esa ley donde se sostiene la mano que azota, la utilizó como escarmiento y los muy civilizados del primer mundo no sentimos ni dolor, ni un poco de indignación.