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Sociedad

Vieja usanza

ENRIQUE PORTOCARRERO
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Tenía razón Maurice Jarre cuando decía que el compositor de la música en una película era el último eslabón de una compleja cadena. Porque en ese matrimonio entre el cine y la música, el papel de esta última es fundamental pero siempre subordinado, es decir, subalterno de unas imágenes que utilizan sin protagonismo claro la expresión musical para destacar a conveniencia la ilusión narrativa del cine.

Algo que no impedía, por supuesto, la perfecta ensoñación generada por su música en muchas de las escenas de sus películas. Tanto que hasta se lograba esa maravillosa confusión entre la música que creaba imágenes o las imágenes que generaban armonías y ritmos musicales. Lo vimos y escuchamos con un sinfonismo que jugaba con la belleza fotográfica de unas arenas en el desierto adaptadas a la épica de T. E. Lawrence o, incluso, reforzando el romanticismo de Pasternak en la convulsiones sociales de Doctor Zhivago.

Dramatismo en el París ocupado, romanticismo en la Irlanda de David Lean, intriga de guerra fría en versión de Hitchcock, decadencia viscontiniana y resonancias en la India colonial. Músicas al servicio de la narración cinematográfica, compuestas e interpretadas con fundamento sinfónico, esto es, a la misma vieja usanza de otros grandes como Dimitri Tiomkin, Henry Mancini, Ennio Morricone, Miklos Rosza o John Barry. Nada que ver, por supuesto, ni con su abrazo pragmático al sintetizador en los 80, ni con la moda de esas bandas sonoras construidas con grandes éxitos ya conocidos.