DONDE LAS CALLES NO TIENEN NOMBRE

El Pipo

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Chipiona. Las Tres Piedras. Principio de los ochenta. No sé si Tejero había gritado ya su famoso «¡se sienten coño!», no sé si el Rey nos había salvado ya de la quema, no sé si Suarez ya se había ido o ya había llegado González. A mí todo eso me daba igual. Yo pasaba hasta de Naranjito. A mí lo que realmente me importaba en la vida a mis seis o siete años de edad era el kart que tenía mi primo Kiko. El que le había hecho su padre. Mi tío. Kiko y servidor estuvimos a punto de partirnos la crisma por aquellos carriles inmundos en varias ocasiones. Mucho antes, incluso, de que Fernando Alonso hubiese pisado su primer acelerador. Era alucinante. Y si nos cargábamos alguna pieza, allí estaba mi tío Pipo para hacernos de nuevo la puesta a punto. No había problema. Han pasado casi 30 años y aquellos niños nos hemos convertido en hombres. Pero es mentira que sólo por eso tengamos que estar preparados para encajar los reveses y los puñetazos que a veces la vida te lanza sin piedad. Cuando siendo un mico empecé a vestirme de penitente en la Defensión, cada Martes Santo era un mundo. Los nervios me tomaban como rehén durante todo el día. Allí sentado en las bancas de Capuchinos, esperando a que se formara el cortejo imaginaba cómo iba a resultar la procesión. Y cuando me llamaban a la fila sólo me tranquilizaba en el momento en que mi tío Pipo, organizándolo todo para arriba y para abajo, me daba el cirio. Porque no me daba únicamente un trozo de cera. También me daba la confianza y la seguridad de saber que estaba ahí. Controlando. Sin que nada se le escapara. No había problema. En El Rocío era punto y aparte. Sólo su presencia revolucionaba la casa de La Palma del Condado. Conocía bien la aldea y a los almonteños, pero no tenía inconveniente en soltarles una guasa si veía algo que no le gustara.

El Pipo era así. Por un lado, serio, certero, cabezota y un poco bruto, para qué negarlo. Pero era fácil darle la vuelta, como a un cromo, para encontrar al Pipo divertido, acogedor y entrañable. Siempre fue fiel a sus principios, transparente en su forma de pensar y en sus ideales, un tío de los que se visten por los pies. Inspiraba seguridad y confianza, y se hizo querer, se hizo querer mucho. El viernes el convento de Capuchinos lucía como en las grandes ocasiones. El destino o quien sabe si algo aún más grande y fuerte quiso que el Cristo de la Defensión, al que tantos años y esfuerzo dedicó, estuviese a los pies del altar para recibirlo, mirándolo frente a frente, saludándolo y despidiéndolo al mismo tiempo. La iglesia estaba llena y a todos -especialmente a mi tía Esperanza y mis primos Rocío, Kiko, Borja, Antonio Jaime y Esperanza- nos recorrió un sentimiento de orgullo al ver cuántos buenos amigos logró recolectar a lo largo de la vida. Tuvo un adiós a su altura, a la altura de los grandes. Sin duda alguna, como se merece alguien que siempre le echó arrestos a todo lo que hizo; siempre, hasta en sus últimos momentos plantó cara a lo que le venía.

Cuando alguien conocido o popular se marcha, los medios de comunicación se vuelcan, los periódicos se llenan de artículos, fotos y referencias a la persona. En esta ocasión también se ha ido un hombre grande, y los que lo conocieron saben bien, saben perfectamente lo que digo. Éste es un humilde y sincero homenaje a Don José Francisco Zúñiga Crú, el Pipo, un tío único, un hombre excepcional. Lo quería, pero sobre todo lo admiraba. No sé si te lo hice ver lo suficiente, padrino. Jamás te olvidaremos porque siempre estarás con nosotros.