EL MUÑIDOR

Vía dolorosa

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Hace ya no pocos años, a un niño de siete años le preguntó su tía Milagros si la madrugá de aquél Viernes Santo quería ver la procesión del Santo Crucifijo. Sé que no lo dudó un instante, si bien no se porqué, y aquella noche lo llevaron a dormir a casa de sus tíos Martín y Charo en la Plaza Monti. Al filo de las cuatro y media lo despertaron y según siempre le dijeron, se levantó de un salto y muy abrigado con una manta lo sacaron a la casapuerta para ver pasar la procesión a la que acompañaban sus tíos y primos. Ese niño nunca olvidará como entre las tinieblas del alba, vio aquél cuerpo inerte que se desplomaba en la Cruz, en el frío, húmedo y sepulcral silencio que precede al amanecer, escoltado por largas filas de hieráticos penitentes de luctuosa túnica negra, y cirios encendidos siempre en alto. Cuanto dolor, cuanta soledad, que triste era contemplar por vez primera en su corta vida la cara de la muerte. Le dijeron, mira ese es el Señor, los malos le han hecho daño, le han clavado esas espinas en la cabeza, ha muerto por nosotros, tus tíos van acompañándolo. Esa noche quedó grabada en su memoria para siempre la imagen del Santo Crucifijo; la corona de espinas incrustada en su frente, las potencias de su Poder y de su Gloria, la llaga de su costado, la sangre de sus heridas, los clavos de sus manos y sus pies, y su sudario mecido por el viento. De mayor ha comprendido, que ese no es su Dios. Su Dios es mucho más grande, tan grande, que en su inmensidad cabe en el pequeño tabernáculo de un sagrario, en la miseria humana de si mismo cuando come su cuerpo y bebe su sangre, o en la insignificancia de su pobre Fe incapaz de entender su mensaje de amor. El Santo Crucifijo es una talla de madera, pero al igual que el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios, el Santo Crucifijo lo es del hijo de Dios y para aquél niño lo representa como ninguna otra imagen. Lo conoció una Madrugada Santa, y como él tantos otros lo conocieron el día y a la hora en que Jesús recorrió su Vía Dolorosa, por eso, ese es para él, para tantos, el momento de encontrarse con Él, ese es el momento que dio sentido a su Fe, y ahí le gustaría encontrarse con Él siempre. Las vivencias de nuestra Semana Santa, junto con la liturgia y celebraciones con que la conmemora la Santa Madre Iglesia, son también los sentimientos de nuestro pueblo, de nuestra gente, los sentimientos de aquél niño. Estoy seguro, que viéndolo así, a nadie le gustaría dañar sentimientos simplemente por estética, arte, modernidad, gente en la calle, carreras oficiales, oropeles, flores o música. Nuestra vivencia de la Semana Santa es tan grande que ofrece por igual cortejos de capa o de cola y esparto, luz u oscuridad, silencio o música, tardes, noches o madrugada con el mismo Jesucristo y la misma María Santísima para que cada uno tome la que quiera. Desde esa perspectiva no parece que sea necesario cambiar a ninguna de su espacio, de su momento, de su intimidad, de su esencia, sobretodo si con ello dañamos sentimientos, vivencias y esperanzas, más bien tendría sentido, que quién desee otro espacio, otro momento, otra intimidad u otra esencia, sea él quién se cambie, al fin y al cabo Jesús y María son los mismos.

Pues por encima de todo, nuestra intención en la madrugá debe ser dar testimonio haciendo penitencia, como decía D. Juan de Mata a los detractores de la Semana Santa, «no se dan cuenta, en cambio, de los que practican con ejemplaridad la penitencia, y no aciertan a comprender, que si ellos se sumasen a los que bien proceden, aumentando el buen ejemplo, se conseguiría de pleno, la finalidad de la Semana Santa».

Al escribir este artículo me he dado cuenta, sí, ahora sé porqué no dudó aquél niño, aquella noche no fui yo quién eligió acompañarlo en la madrugá, fue Él quién quiso que yo lo acompañara, y yo le he prometido hacerlo hasta que no pueda más. Para qué cambiarlo todo, dejadnos acompañarlo en su Vía Dolorosa dónde y como lo conocimos.