NADANDO CON CHOCOS

Sueño profundo

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Dijo el pequeño Woody Allen que hay que trabajar ocho horas y dormir otras ocho, pero no las mismas. Cádiz se ha apuntado la segunda hipótesis, no se sabe si a la primera. Después de inventar la gracia, la libertad de prensa, la caballa con babetas, el autogiro, el submarino -alguno incluirá en esta lista el karate-, Cádiz ha venido a inventarse, tócate los tímpanos, el maldito silencio nocturno.

Por la noche se podría escuchar en Cádiz hasta el vuelo de un buho, si lo hubiese. Por eso duerme el nieto y duerme la abuela, el marido adúltero, el cura, la amante, el enfermero, el asustaviejas y hasta el concejal duerme a pierna suelta. Duermen los perros, los jueces, los coristas, los gatos y hasta esos extraños pájaros verdes que cruzan en grupos de dos o tres el cielo de la Plaza de Mina. No se levantan ni a mear porque, después de miles de años de bullicio, de gentío, de piratas, burdeles, destape, cuplés, discursos, algaradas, reuniones, versos, tiros, cantiñas y botellonas, la ciudad ha recuperado, ¡por fin! el silencio.

Quién iba a decir que en la noche de la Viña sólo se escuche un deslocalizado sonido de un grillo urbano. De lejos sólo llega una conversación acalorada entre el dueño de un local y la Autoridad. La Policía acaba de cerrar el bar por dar música en directo, derecho feudal reservado a las discotecas -a las dos discotecas- de la ciudad.

La multa, sonora. Más que una nómina. Un castigo ejemplar. Los desesperados pasos de los dos guitarristas silenciados -dos estrellas internacionales, no dos chuflas- no despiertan a nadie. Para qué. Cádiz duerme su sueño. Desolador, pero profundo.