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Editorial

Pensiones de futuro

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l abrupto final del ciclo de bonanza económica está poniendo a prueba la capacidad de Gobierno, patronal y sindicatos para procurar un diálogo social que ofrezca soluciones consensuadas frente a la recesión, pero forzando debates esenciales cuyas consecuencias rebasan el apremiante contexto de la crisis. Una crisis que, a su vez, está introduciendo factores de distorsión en los asuntos sujetos a negociación y que aconsejan, por su particular relevancia, la búsqueda de acuerdos amplios y sólidos. Es lo que ocurre con la reforma pendiente del sistema de pensiones, que deberá encararse de manera inexcusable en un entorno no sólo mucho menos pacífico que el que propiciaba el largo período de crecimiento económico. También más acuciante, dado que es probable que los tranquilizadores márgenes en que venían moviéndose las previsiones sobre la viabilidad del sistema tengan que acortarse, si no media una vigorosa recuperación, por efecto del repunte del paro, la caída de las cotizaciones a la Seguridad Social y el previsibles descenso en la llegada de mano de obra de inmigrante que ha permitido contrarrestar en la última década el envejecimiento paulatino de la población española. Las modificaciones que requiera el modelo de prestaciones deberán adoptarse a través de un diálogo realista que comprometa a Gobierno, partidos y agentes económicos; diálogo que deberá superar la amenaza de parálisis que se cierne hoy sobre el mismo en aspectos como las medidas anticrisis, los cambios en el mercado de trabajo o la negociación colectiva. Pero también es indispensable que la reforma de las pensiones se ajuste una reorientación de la vida laboral y de cómo se desarrolla ésta, en una economía que debe avanzar forzosamente hacia una mayor productividad y excelencia. Una vez entradas en la jubilación las generaciones posteriores a la postguerra, lo razonable es empezar a caminar hacia la normalización de una vida activa flexible, que permita ir demorando la edad de retiro en consonancia con una sociedad que presenta una de las edades de supervivencia más elevadas del mundo y con una juventud que viene retardando su incorporación al mercado laboral. La posibilidad de continuar trabajando más allá de los 65 años y de reacomodarse en actividades provechosas para empleado y empresa ha de extenderse en paralelo a una consideración más respetuosa de la experiencia como un valor a preservar.