Diálogo
El diálogo es imposible cuando el interlocutor se va. En España, donde todo el mundo habla todo el tiempo de «diálogo», la verdad es que se dialoga más bien poco. Y pocos ejemplos hay más gráficos de esa carencia que un diálogo televisivo que queda en suspenso por el abandono de uno de los interlocutores. La otra noche lo vi en 'Contracorriente', un debate -por otra parte, serenísimo y muy plural- de la red local de Popular TV. ¿Qué pasó? Que la portavoz de un grupo abortista se enfadó al ver las fotos de una ecografía.
Actualizado: GuardarNo pasaría de ser una anécdota si no fuera porque, meses atrás, hemos vivido episodios semejantes en otros programas de debate: 59 segundos y la parte seria de La Noria.
Tres casos no son «casos aislados»; menos aún si se producen en programas donde cumplir las reglas del juego es esencial. Entendámonos: hay programas donde el «rebote» del contertulio no es grave, e incluso forma parte del espectáculo. No se trata de debates, sino de eso que se llama talk-shows, es decir, espectáculos de parloteo, donde lo que menos importa es lo que se diga y lo realmente decisivo es la escenografía. Aquí cabe que un contertulio chille a otro, que los invitados se digan atrocidades, que se amenacen con llegar a las manos o que, airados, se levanten para no volver.
No quiero entrar en cada uno de esos episodios, que responden a motivaciones y circunstancias distintas en cada caso, y donde cada cual podrá invocar las razones que considere oportuno para su explicar su actitud. Lo que me interesa es la ruptura de las reglas del juego, y el hecho de que algunos de los participantes hayan considerado insoportable mantener esas reglas. Lo natural en un debate público es que entren en liza posiciones distintas: si todos pensáramos lo mismo, ¿para qué haría falta un debate? Y lo que hace meritorio al ejercicio no es sólo el hecho de exponer discursos sólidos y coherentes (eso lo podemos hacer cada uno por nuestra cuenta, en solitario, ante el espejo de nuestro dormitorio), sino la obligación de escuchar y, aún más, tratar de ponerse en la piel de quien expresa ideas completamente opuestas a las de uno, sin declararle la guerra por ello. Hoy estamos viviendo los síntomas de un retroceso. Y la culpa de eso no la tiene la televisión.