EL MAESTRO LIENDRE

Cállate la boca ya

Lloran con lágrimas prestadas y hablan del horror del paro sin soltar un solo privilegio; los pronosticadores sinvergüenzas son millares

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El escándalo es el espacio que separa el discurso del ejemplo, lo que se dice de lo que se hace. A más distancia, más capacidad para indignar. Tampoco es cuestión de ir por ahí con la cinta métrica, sobre todo porque su portador comprueba pronto que tampoco cumple las medidas mínimas. Pero hay grados. Ya sabemos que esta regla se le puede aplicar a cualquiera que recaiga en el tabaco, pero los irritantes son los que introducen kilómetros de poca vergüenza e interés entre sus correctas palabras públicas y sus bastardos hechos privados; entre su cómodo mensaje retórico y su cobarde pasividad.

Durante los últimos meses, hemos tenido que aprender a soportar ese tipo de escándalo, mayúsculo y diario. Ellos, los que influyen en nuestras vidas, los que toman decisiones que nos afectan, los que tienen responsabilidad de cambiar algo, han hecho crónico el tic de anunciar desgracias que nunca sufren y recomendar sacrificios que jamás asumen. Además, fingen estar compungidos por un dolor que siempre es ajeno.

Va a ser cierto que estamos en el fin de una era, porque si cada nochevieja hay que aguantar a diez adivinos vendiendo pronósticos absurdos, ahora son un millar los elucubradores que hablan de lo que vendrá. Aún son peores que esos chamanes, porque piden esfuerzos absolutos mientras se aferran a sus privilegios, los ocultan o, en todo caso, los congelan a la espera de meterlos de nuevo en la hoguera de su vanidad.

Hay que tragarse cada día a un gerifalte financiero largando sobre los horrores que vienen; como si no hubiera estado allí cuando el accidente. Como si la codicia hubiese sido casual. Hay que soportar a dirigentes institucionales desorientados, rodeados de legiones de asesores de labor indefinible y mejor retribución (sólo en el Ayuntamiento de Jerez hay 19) que no tienen la menor idea ni prisa por llevarla a la práctica.

Hay que aguantar en cada oficina a directivos hablando del impacto del paro y la precariedad; como si no hubieran fomentado y/o consentido la explotación y el mileurismo entre familias a su alrededor cuando chorreaban millones que nunca distribuyeron ni reinvirtieron. Hay que oír a sindicalistas, liberales y progres hablar de los pésimos horarios de los demás cuando ellos hace lustros que no los tienen y nacieron con la conciliación puesta.

Hay que escuchar a gerentes y ejecutivos pedir esfuerzos cuando los únicos movimientos que se les conocen son lanzar la Visa de la empresa a la mesa y doblar la espalda para batir el récord de genuflexiones. Proliferan los encargados que advierten a sus compañeros de la necesidad de recortar sueldos, horas de sueño, días libres y vacaciones; porque están convencidos de que ellos, los transmisores, nunca tendrán que hacerlo. Florecen articulistas que lloran la marginación de la mujer cada 8 de marzo pero admiten que su empresa las condene al paro por ser madres y han aceptado que «generación de mujeres pre-paradas» signifique «desempleadas antes de tiempo».

Crecen los pelotas cuya única tarea conocida es transmitir el miedo («te recomiendo, como amigo, que vengas a trabajar con dodotis: van a despedir a los que se levanten a mear») con el único objetivo de trepar al grupo de los que anuncian la explosión pero tienen búnker privado.

Aumenta la legión de gurús que teorizan sobre lo que debemos hacer para tomar el tren de la recuperación, sin reparar en el detalle de que ellos van sentados en un vagón y los demás tenemos puesta la cabeza en los raíles, como Anna Karenina. Sube mucho el número de los que escriben manuales de superación cuando nunca superaron nada, como si los escribieran de fontanería sin saber desatascar un fregadero. Son muchos los que justifican recortes, pérdidas de derechos en su empresa, o en otras, cómo único camino para la reactivación... siempre que no les toque a ellos. Abundan los que consideran que los despidos, de los demás, son imprescindibles para empezar a mejorar.

Todos estos que lanzan a diario mensajes apocalípticos y lloran con lágrimas prestadas siguen perfectamente protegidos, son los que más cobraban y cobran, los que menos parados tienen en casa, los que apenas han perdido un privilegio, sean obispos, concejales o supervisores. La distancia entre su discurso y su ejemplo es enorme. A más miedo meten, más crece. Está por ver que la maldición que anuncian (o el paro) sea peor que el terror reinstaurado en la mayoría de las empresas privadas en España.

Ya hemos escuchado que la cosa está fatal y que va a ir a peor. Sólo algunos lo cuentan con gracia, dudas e ingenio suficientes, como Leopoldo Abadía, que se está forrando solo con explicar en román paladino por qué le va mal a los demás.

El resto, mientras no tenga nada nuevo que decir, un oficio que practicar o enseñar, algo efectivo que hacer o un ejemplo que dar, que se calle la puñetera boca de una maldita vez.