Opinion

Las vidas de Javier

El nacimiento el 12 de octubre de Javier Mariscal Puertas, el primer bebé español cuyo embrión fue sometido a un Diagnóstico Genético Preimplantacional para asegurar que nacía sano y podía convertirse en el donante idóneo para sanar a su hermano de una dolencia incurable, como así ha sido, reabrió el debate público sobre los márgenes en que se desarrollan los avances científicos con valor terapéutico y las objeciones de índole moral que pueden suscitar los mismos. Un debate que refleja los nuevos dilemas a los que se enfrenta una sociedad moderna que sigue enfrentándose a los desafíos colectivos vinculados a la vida, la enfermedad y la certeza de la muerte. Pero que no debería desbordar, por ello mismo, el respeto y la consideración que merece cada elección personal e individualizada, sea en el sentido que sea, ante unas circunstancias muy íntimas cuya resolución sólo está constreñida por los límites del Estado de Derecho. Los padres de Javier y de Andrés, aquejado a sus siete años de una anemia severa congénita y mortal que requiere de un tratamiento extremo, recurrieron a los supuestos permitidos por la Ley de Reproducción Asistida no sólo para tratar de salvar a su primer hijo de una existencia condenada. También porque querían, como cualquier pareja, tener otro descendiente y que éste no sufriera la misma enfermedad sin cura.

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La forma en que fue concebido Javier y el hecho de que la sangre de su cordón umbilical haya permitido que su hermano supere el mal que padecía ha convertido este caso en un precedente único en el mundo. Pero de la misma manera que quienes discrepan de la manipulación de embriones al considerarlos vida conformada se ven interpelados por desenlaces como el presente a modular la expresión coherente de sus posiciones y el sentir que puedan representar, aquellos que estiman, como la ministra Garmendia, que la «ideología radical» ha de estar al margen de la evolución de la ciencia tampoco deberían obviar que la misma está delimitada por las leyes de que se dotan las sociedades democráticas. Y es la ley, que obliga a dilucidar cada situación a la que puede dar lugar de manera diferenciada, la que determina la singularidad de lo ocurrido con Javier y con Andrés, unidos por un vínculo excepcional cuya exposición pública no debería ni condicionar la infancia normalizada a la que tienen derecho ni su futura relación con su propia vida y la existencia del otro.