LO QUE YO LE DIGA

La finitud y la inmensidad

Usted y yo sabemos que si hoy se acerca a eso de las siete y veinte de la tarde a la Caleta podrá disfrutar de una puesta de sol si un exceso nuboso y la autoridad competente no lo impiden -los hay que mandan mucho-. El disco dorado se volverá rojizo antes de zambullirse en la mar oceánica y teñirá de color sangre los jirones de nubes que sobrevuelen la Bahía. Muy bonito y muy bucólico, como usted verá. En circunstancias como ésta le suele asaltar el pensamiento de lo lejos que está el sol. No hay nada en el mundo que vaya con más prisas que la luz y, aún así, tarda ocho minutos en regalarnos su calor desde que parte del astro hasta que llega a esta bola de roca y agua suspendida en la nada. Tantas veces ha rodeado usted el sol como años tiene. Lleva la estrella 4.500 años haciendo lo mismo, generando luz -y con ella, calor- al transformar el hidrógeno en helio, una combustión que un día acabará. Y ya no habrá más sol. Para entonces, este pequeño cuerpo celeste en el que vive ya no contendrá vida, la misma estrella que la ha propiciado la arrasará con su calor antes de morir.

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No lo verá usted. Mientras tanto, mira al cielo de noche. Estrellas por doquier si lo hace desde el campo. Cabe la posibilidad de que muchos de estos astros no sean más que efectos ópticos, reflejos de galaxias provocados por la curvatura en el espacio que provocan sus masas -o algo así-. Y, entonces, podría resultar que el universo es finito, que es aún más pequeño de lo que se observa, que todo lo que se ve es todo lo que hay. La probabilidad de que haya alguien más en algún sitio se reduciría considerablemente. Pero si el universo es mayor de lo que podemos observar desde aquí y hubiera alguien en algún sitio, más allá de donde llegamos a ver, tampoco ese alguien nos podría ver. Qué solos aquí. Y allí. Y, como Tull, usted se pregunta Pero, ¿dónde está Dios aunque no exista?