MAR DE LEVA

Cuando la televisión da asco

Más vale caer en gracia que ser gracioso. Vaya tela la que nos cae regularmente encima, sin que podamos defendernos más que cambiando de canal con el mando a distancia o jurando en arameo cada vez que la publicidad, como a Tom Cruise en aquella película futurista, nos asalta en cualquier rincón, sin nocturnidad ya, pero con toda la alevosía del mundo.

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Somos targets de señores trajeados que alquilan los servicios de otros señores (y señoras) no necesariamente trajeados, para convencernos de las bondades de unos productos sin los que, la mayoría de las veces, podríamos vivir tan ricamente, con unos cuantos eurillos más en la cartera y sin la necesidad de defender a ultranza nuestro pobre estatus de consumidores con ínfulas. Vivimos en un mundo de anuncios que nos agarra por el cuello y no nos suelta, y lo mismo da que nos quieran colar una obra faraónica que un refresco sin gas, una compañía de seguros que un proyecto político. Vale todo, y mil y una veces hay que echar el freno y dar marcha atrás, cuando los señores trajeados hacen cálculos y, cachis, descubren que no era precisamente eso lo que querían decir cuando dijeron lo que dijeron, por ellos, los otros señores (y señoras) no necesariamente trajeados contratados para la ocasión.

Hay anuncios con gracia, reconozcámoslo. La reciente campaña televisiva de productos contra el resfriado, con la lata que nos dan los catarros cada otoño e invierno, ha sido inventiva, divertida, refrescante. Los anuncios de detergentes están condenados a ser lo mismo una y otra vez: parece que hay que llamar al pan pan y al vino vino y dejarse de gaitas: tal producto lava más blanco que todos los demás y eso va a misa. Para anunciar colonia es imprescindible ser guapo y estar medio desnudo y mojado. Y los coches de postín siempre van solos por las carreteras y las calles, como si el pastamen que cuesta comprarlos te asegurara también la soledad de unos caminos a los que los demás mortales no tienen acceso.

Cómo estará la cosa, en ese mundo salvaje del compre lo nuestro y sonría como un bobo que hasta hay maratones televisivos en las teles de pago donde durante seis horas seguidas te ponen anuncio tras anuncio. Lo curioso es que los anuncios dan mucho cabreo cuando te cortan una película o una serie, pero vistos todos de corrido, sin pasión, tienen su miga: hay inteligencia, hay sano cachondeo, hay competitividad y creatividad.

Lo cual me lleva al extrañamiento que sufro desde hace unas semanas. Se puede anunciar de todo y se puede anunciar bien. Luego los sufridos receptores se dan cuenta de que les están comiendo el coco, y rajan del tema, o pasan directamente. Lo que no me entra en la cabeza es que para anunciar un servicio de telefonías nos tengan que meter en el salón de casa, casi siempre a la hora de la comida o de la cena, a un tío con cara de gilipollas vomitando.

El mérito de los señores (y señoras) no necesariamente trajeados que le han colado semejante campaña a los señores trajeados es de chapó, desde luego. Pero el anuncio, con perdón, es una pota. Después, cuando hagan cuentas, se extrañará la empresa de que nadie les haya comprado un teléfono..